Música para mirar al espejo

30.05.2020

Algunas notas entre los vientos que sirven como reflejos para mirarse las entrañas, las manos, los huesos y los miedos. 

Un saxofón, como un amigo íntimo ante el cual se puede vibrar  de adentro para afuera
Un saxofón, como un amigo íntimo ante el cual se puede vibrar de adentro para afuera

Hoy estuve hablando un rato largo con Sorza, mi amiga de la vida, sobre lo que hablamos siempre: de todo un poco. Estuvimos compartiendo nuestras formas de vivir estos tiempos y recordando nuestras anécdotas y nuestros amores, y como siempre, las historias estuvieron llenas de referentes musicales. Entre la conversación sobre interiores que es tan protagonista por estos días y que no solo se refiere a las paredes de la casa sino a las profundidades que van piel adentro, terminamos hablando de los espejos y de ahí de 'Confesiones frente al espejo', un clásico de Alejandro Lerner que ella cantó hasta el cansancio cuando estábamos en el colegio, mientras ella soñaba con estudiar música y yo me debatía entre biología, veterinaria y literatura. Hace mil años no la oía... De Lerner pasamos al gran Fito Páez, que cada día se pone más bello... ¡cómo le sientan los años! Las 'Confesiones frente al espejo', cogieron camino hasta 'La Despedida', en la que Fito habla de los amores que se están haciendo pasado, como esos de los que ya no quedan sino conversas.

Los referentes musicales de los amores y de la vida quedaron retumbando en mi mente cuando colgamos el teléfono. Los escuché un rato y entonces me vinieron esos intensos antojos que cuando llegan hay que atender... Volví a tocar el saxofón. Bueno, y digo tocar porque de hacer música, no estoy segura. Volví a tocar ese saxofón dorado y bello que permanece demasiados días guardado, a la espera. Quizás por eso mismo cuando lo saco sale más ruido que música. No importa.

Siempre me ha gustado el sonido del saxofón. Cuando era niña quise tener uno, anhelaba la sensualidad de sus formas y de sus sonidos. Soñaba con tocarlo a veces y verlo colgado en la pared del cuarto todos los días. Pero un saxofón real era caro y mis papás no podían pagarlo.

La primera vez que fui a vivir a Estados Unidos me prestaron uno en la escuela donde estudiaba para que practicara cuando quisiera. Todas las tardes me encerraba en un pequeño estudio a sacarle unas notas. Hasta tuve un niño profesor que me acompaño unos pocos días... No aprendí mucho, pero me gustaba pasar el tiempo con el instrumento que se convirtió en un gran compañero. Hablé mucho de ese saxofón a mi regreso, seguro, porque ante la imposibilidad de regalarme uno de metal, en mi familia terminaron dándome uno de bambú que tuve muchos años, lo llevé conmigo a varios viajes... le decía el guarda tristezas, el calma lágrimas, el saca alegrías... varios sobrenombres así por el estilo. 

Nunca aprendí a tocar una canción completa, pero le sacaba sonidos que guardaban una cierta armonía. Pasado el tiempo, el saxofón de bambú se dañó y yo olvidé ese sueño.

Décadas después, en uno de los tantos cumpleaños que celebré en el caribe, recibí un paquete. Venía de Bogotá. Cuando quité las envolturas vi que un brillo dorado salía desde el fondo de la caja... ahí estaba: el saxofón de mis sueños. Por esos días mi papá, que nunca había olvidado esa antigua obsesión mía por el aparato, se encontró a un primo que vendía instrumentos. Negoció un saxofón metálico, uno soprano, y lo envió envuelto en papel regalo. Ha sido una de las sorpresas más conmovedoras que he recibido en la vida.

Toqué largo rato y terminé tomando varias fotos que publiqué en Facebook. Tuve cientos de likes, el mayor número de likes de ese año. No supe si por la emoción que despertó la historia, por la belleza reluciente de ese saxo brillante, por mis ojos cerrados en éxtasis, por las caricias con pasión de amante con la que me acercaba al nuevo amigo, o porque salía en pijama. En el momento, de la emoción, ni me percaté en ello.

De nuevo, mi saxofón se convirtió en un compañero de los viajes largos, aunque solo conversemos ocasionalmente.

Nuestra relación es extraña, porque nuestros momentos están cargados de una intimidad profunda. Una intimidad que me confronta con el accionar de mis manos, y con la personalidad cambiante de la izquierda. Nuestra intimidad va atravesada por la frustración histórica ante una mano que funciona con sus propios tiempos. Acercarme al saxofón a veces es confrontar mis miedos, mis rabias internas, es como dice Lerner, una confesión ante el espejo.

Pero como en estos meses de dolores, he decidido dialogar con eso que se revuelca adentro para poder escuchar mi cuerpo, la cercanía con el saxofón es importante, porque entre los sonidos va develando cosas, la vibración sensible va más allá de las teclas.

Hace años vi la película 'Triunfo a la vida', de Stephen Herek, que cuenta la historia de un profesor de música a punto de jubilarse frustrado porque por dedicarse a la enseñanza nunca pudo hacer sus propias composiciones. Hay una escena ahí que a mí me marcó la vida: una niña insegura no podía tocar el clarinete. En un último intento por evitar que abandonara el instrumento el profesor le pide que se relaje, cierre lo ojos y toque el atardecer. Solo entonces ella logra sacar los primeros sonidos. Al final de la película (lamento el saboteo para quienes no la han visto), el profesor se da cuenta de que la gran composición de su vida son ellos, los estudiantes que logró inspirar, incluida la niña del clarinete, que se convirtió en música profesional.

Cada vez que toco el saxofón pienso en ella, cierro los ojos e imagino el atardecer, a veces el mar o la montaña... así, de vez en cuando se me iluminan algunas melodías, sonidos armoniosos aunque no vayan ligados a ninguna canción existente... A veces de mi saxofón también salen atardeceres. Es lindo cuando sucede. Yo no aspiro a más.

El saxofón, ahora metálico y ya no de bambú, se fue de viaje conmigo a Holanda y ahí lo toqué varias veces. Siempre en lugares apartados o a puerta cerrada porque mi relación con él es íntima, es un encuentro de a dos. Sin embargo, alguna vez tuve público: estaba en un parque y un perro llegó ladrando furioso... la dueña se acercó al rato con una sonrisa. "Tranquila, está aplaudiendo, keep going", me dijo. Ella y su amigo siguieron camino ¿Estaría sonando tan mal?

El saxofón me remueve muchas cosas porque está ligado a mi relación con el lado izquierdo... pero esa relación, que está enmarañada en sentimientos, es material para otra entrada de este diario, quizás. Por hoy basta con decir que ahora, cuando intento escuchar los dolores, es un buen momento para ponerlo a sonar.

Texto y foto: María Clara Valencia. 

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