Pasos de dinosaurio encubiertos en los detalles
De minucias y otras historias a pie descalzo y sobre cómo una experiencia agreste se convirtió en una revelación de antepasados.

He visto muchos paisajes
distintos y ahora desde la ventana intento encontrar nuevos detalles en el
jardín todos los días, como si estuviera en una especie de viaje de
descubrimiento. Fijarse en lo pequeño, en lo que usualmente pasa desapercibido,
es importante.
Vivir en El Paso, Texas, fue para mí una lección en ese sentido. Ahí pasé el tránsito entre dedicar las mañanas contando cuentos en Andrómeda transcultural, en Washington D.C. a un periódico en una de las fronteras más peligrosas del mundo.
Con septiembre 11 aun levantando polvaredas por todo el país, eran tiempos difíciles para conseguir trabajo como inmigrante en los Estados Unidos. Mi permiso de trabajo estaba a punto de agotarse y yo, tras meses buscando trabajo, me alistaba para regresar a Colombia. Pero entonces se llevó a cabo la reunión anual de la Asociación Nacional de Periodistas Hispanos en Estados Unidos, a la que yo pertenecía. Tuvo lugar cerca al Times Square, en el corazón de Nueva York. Fueron unos días deliciosos de conferencias, reuniones y una fiesta de remate con Andy Montañez, quien terminó bajando a bailar con todos nosotros. Ahí conocí a Julián, un veterano del periodismo. Me preguntó si me interesaba ir a trabajar a El Paso. Yo nunca había oído de ese sitio ni sabía dónde quedaba, pero sin dudarlo le dije que sí. "¿Segura? El Paso es duro", me advirtió. "Claro, no hay problema", le respondí sin pensarlo dos veces.
Decidió ponerme a prueba con una historia sobre la migración que incluía las voces de algunos de los congresistas más antiinmigración de la época. Yo los llamé y los entrevisté. Me respondieron en tono osco al notar mi acento, pero conseguí todo lo que se me pidió. Entonces me invitaron a una entrevista a El Paso. Era mi primera vez en el desierto.
Oswaldo Rodríguez Borunda, el director de El Diario, nos recibió en un auto de lujo y nos hizo la entrevista a una española y a mí. La idea de Julián era que entre los tres armáramos equipo para abrir la versión de El Diario de Juárez desde El Paso, pero solo a mí me dieron el puesto. Así que una semana después me mudé a El Paso, Texas.
Tres días más tarde, Julián me contó que le acababa de salir un trabajo en Houston y que renunciaba del periódico. Yo, sin saber nada de ese lugar, quedé a cargo de la zona norte de la frontera con Juárez, una ciudad famosa por el tráfico de drogas y porque era considerado el sitio donde más mujeres asesinaban en el mundo... el caso de las mujeres de Juárez, cuyas madres siguen resistiendo y reclamando la verdad entre cruces rosadas.
Una vez ahí, a cargo de la información del norte (los demás periodistas trabajaban desde Juárez), me fui enterando de que al Diario le interesaba lo que es típico de ese borde: el paso de inmigrantes ilegales, el tráfico de drogas, los crímenes de la ciudad, las historias de quienes se quedaban atorados en las cañerías y perdían la vida intentando cruzar a los Estados Unidos... ese tipo de historias. Y eso era lo que yo hacía entre semana: llamar a la policía, visitar lugares donde hacía poco se había cometido un crimen, rebuscar entre las estadísticas de migrantes, hablar con la patrulla fronteriza... también estuve días enteros siguiendo en un juzgado el caso de un hombre que había asesinado a una niña. Pero yo venía de contar cuentos para niños y de armar efectos sonoros con una audiencia de imaginación ilimitada... estos otros cuentos eran una pesadilla.
Por eso me uní al Sierra Club, un grupo de naturalistas que caminaba el desierto todos los fines de semana. En medio de dolor de cabeza y la angustia que fue ese trabajo, las caminatas por el desierto se convirtieron en mi alegría.
Entre los caminantes había un geólogo de la Universidad de Texas en El Paso, Eric, se llamaba. Él andaba descalzo a pesar de los cactus, de la aspereza del piso y de las piedras. Así mantenía un contacto íntimo con el desierto. Me contó que había crecido a cielo abierto porque no le gustaba ir a casa y de esa manera había aprendido a conectarse con la naturaleza.
Alguna vez encontró los libros de Tom Brown sobre cómo seguir huellas de animales y a pie descalzo, entre la arena, se volvió un experto en el tema. Un día vio lo que nadie más había visto a pesar de que los geólogos de la universidad habían estudiado ese terreno por años: unas huellas de dinosaurio. Ese hallazgo cambió toda la historia geológica de la zona. Se creía que eso había sido un mar en el cretácico, pero su descubrimiento comprobaba que en realidad se había tratado de una isla.
Intenté varias veces publicar su historia en El Diario, pero como los muertos ahí ya superaban los 60 millones de años, ninguno en el periódico se interesó. Yo seguí recorriendo esas huellas con Eric en el monte Cristo Rey y en otros sectores cerca de El Paso. Alguna vez, incluso, vimos los rastros de un animal grande que iba detrás de uno pequeño. Las huellas se intercalaban por un trecho largo hasta que quedaban solo las del grande... se lo comió.
Caminar con los naturalistas del Sierra Club, biólogos, geólogos, expertos en serpientes, en murciélagos, en escorpiones, en volcanes y claro, en dinosaurios, ha sido una de las experiencias más fascinantes de mi vida. Aprender del desierto, de las distintas especies de cactus, pullarme con varios de ellos, oír a los lejos la cascabel, dormir a cielo abierto en una noche de eclipse en un territorio que compartíamos con escorpiones, ver los nidos de los pájaros que anidaban entre muros verticales justo sobre el Río Grande que hacía de frontera (aunque ahí era más bien agosto). Todo eso me encantaba. En medio de las historias trágicas que cubría entre semana, los días en el desierto ayudaron a abrir mi camino hacia el periodismo ambiental, por eso le tengo un cariño especial a los desiertos.
Hubo otra experiencia de esas caminatas que me marcó para siempre. Llegamos a un terreno con un balneario abandonado. Ahí pasamos la noche, tomamos vino, contamos historias y nos bañamos en lo que quedaba de las tinas termales... estábamos justo en el borde entre los dos países, aunque ahí el Rio Grande era apenas una quebrada que se podía pasar de un solo salto.
En el fondo del lugar había una pequeña escultura olvidada. Era la escultura a los Buffalo Soldiers (esos mismos de los que habla Bob Marley en su canción, según supe entonces), una de las primeras armadas negras que sacaron de la esclavitud para que se enfrentara a los indígenas con la promesa de la libertad. En ese antiguo balneario habían sido derrotados por los nativos que conocían los vericuetos agrestes del desiertos mucho mejor que ellos... una más de las tantas historias ocultas en la frontera. Ese detalle, arrinconado en el fondo para que lo descubrieran unos pocos, llenó de solemnidad ese antiguo balneario por el que caminábamos entre charcos de agua hirviendo.
De El Paso hay muchas historias... caminé muchos kilómetros del desierto de Chihuahua. Recorrí varias veces la ciudad del gran Juan Gabriel, el niño de Juárez y los alrededores de su palacio blanco en medio de la ciudad. Crucé la frontera decenas de veces y quizás más del doble me requisaron el carro en busca de drogas o migrantes. Es el lugar más hostil que he conocido en la vida, pero también, pensándolo en retrospectiva, uno de los más interesantes y aleccionadores.
En estos días me puse a buscar qué había sido de la vida de Eric... me enteré de que sigue organizando salidas por el desierto. No sé si ahora usa zapatos, pero sigue siendo el hombre de los dinosaurios, el hombre de los detalles que cambiaron la historia. Miro por la ventana, hoy no han llegado los gorriones. ¿Qué habrá cambiado en el jardín, me pregunto?
Texto: María Clara Valencia.
Foto: 'The scientific study of the origin, history, and structure of the Earth'.