Amigos entre picotazo y mordisco
Si pudiéramos vernos volaríamos a abrazarnos. A cambio de plumas, nos quedan los cables, la pantalla y los afectos.
El confinamiento no ha sido excusa para dejar de ver a los amigos. Por el contrario, gracias al encierro y a la incertidumbre, este es el momento en que los afectos y las llamadas aplazadas tienen lugar. Gracias a las coronas, volví a esa isla maravillosa en el Brasil. Viajé a través de horas de conversación y de recuerdos que nos permitieron volver a bañarnos en la playa, caminar por el monte y navegar en el 'Gloria a Deus'. También he regresado varias veces al viejo continente... volví a intercambiar escrituras y lecturas, como lo hacía cuando compartía camarote. He recuperado chismes ocultos, anécdotas de bicicleta, tragos distantes, músicas de este mundo escuchadas hasta el cansancio allá en el viejo. Desde Italia, alguien de afectos heredados de ese amigo que ya no está, también ha querido hacerse presente... Mientras los países se empeñan en cerrar fronteras, los amigos de la región han traspasado los bordes y han abierto puertas.
Las coronas han probado que entre Ecuador, Colombia y Venezuela hay solo un ring de distancia. Lo mismo pasa con Estados Unidos, aunque Trump insista en construir sus muros.
Los extremos de esta enorme ciudad también se han hecho pequeños porque ya no hay necesidad de aplazar cafés para evitar trancones. Tampoco de aplazar fiestas o el abrir botellas y los brindis. Hasta el karaoke es posible, aunque la señal a cada uno le llegue a destiempo y el resultado esté más cercano al estruendo que a la canción.
La amistad que no se la deja ganar de la distancia me ha recordado a una de las más bellas parejas de amigas que he conocido.
Ella era una perrita de razas múltiples, mordida belfa y orejas de antena, café y chiquitica que llegó a mi casa de manos de una niña llorosa que no podía tenerla en su apartamento. A ella la habían convencido de que era un macho French Poodle y aunque lo obvio era más que evidente, ella lo creyó y se la llevó a casa. Pocas horas después sus papás le mostraron la puerta de salida, así que la trajo arropada entre cobijas como a un bebé. Aquí la acogimos conscientes de que ni macho ni French Poodle. Era una niña, tan variopinta en sus formas que la llamamos Cusquis Mugris.
Tiempo después llegó una lora. Las dos se miraron con extrañeza, pero poco a poco se fueron acercando, acostumbradas la una a la otra. Semanas después la lora mandó un picotazo y las Cusquis Mugris lo respondió con una manotada. Vino otro picotazo, otra manotada... y así se fueron juntando hasta que la lorita terminó montada en el lomo de la Cusquis. Se hicieron inseparables. La lora le jugaba con el pico en la cabeza y a veces la Cusquis también le mandaba mordiscos cariñosos. Ninguno pudo volver acercarse a la lora porque cualquier intento era respondido con un gruñido y un intento de mordisco de su escudera. Así duraron mucho tiempo...
Si las coronas hubieran querido separar a la Cusquis y a la lora, en un solo vuelo se habrían juntado de nuevo, entre picotazos, manotadas y mordiscos. Tal vez lo hayan hecho en algún sitio. Allá donde juegan los animales que han dejado las pulgas bajo tierra.
Sin picos ni plumas, nuestras alas son las pantallas, son nuestras formas de resistencia desde el cariño, son los abrigos en medio del aislamiento. Sin cantos de aves, aullidos de mono o sonidos de ballena, lo que nos queda son los cables para llamar al otro, preguntarle cómo está, contarle que lo estamos pensando y decirle que lo queremos.
Texto y foto: María Clara Valencia