Aprender entre la solidaridad y el cariño
Cuando la educación nos enseña lecciones que van más allá de la teoría, las horas dentro y fuera del salón adquieren mucho más valor.

Miré hacia el pequeño orificio del espaldar de mi celular. Al otro lado se iluminó un punto rojo y un letrerito que decía REC. Empecé a grabar...
Por estos días una nueva generación de estudiantes de maestría se prepara para iniciar el proceso de tesis... son tiempos raros. A esta promoción le han tocado clases en línea, aunque solo una calle distancie sus cuartos de estudiante de la universidad. Llenos de preguntas, en un espacio extraño en el que deben compartir una cocina que jamás se ve limpia, por estos días están empezando a analizar teorías múltiples sobre los problemas de un mundo como el que enfrentamos hoy. El desafío es enorme, más ahora que no tienen los espacios comunes, mesas redondas para debatir, fiestas entre las cuales inspirarse o caer rendidos de sudor y de música, el gran bar Mariposa para beber las penas y las dudas, más ahora que se evitan los abrazos cuando seguro ellos más los necesitan.
Por eso encendimos las cámaras y juntamos las imágenes de varios para enviarles aliento, para asegurarles que todos hemos podido sacar adelante este proceso y que ellos también saldrán airosos. Distintas generaciones de graduandos del International Institute of Social Studies (ISS) en la Haya, Holanda, nos unimos para darles ánimo.
Ese ejercicio simple, de pocos segundos, me llevó de regreso a ese lugar que recuerdo con un cariño inmenso, no tanto por lo aprendido dentro de clase, aunque también, sino por lo aprendido afuera, en los corredores donde hubo solidaridad para contener las angustias, en el Mariposa donde se develaron secretos y se discutieron teorías entre cervezas, en las calles que pedaleamos en grupo, resolviendo pinchazos, salidas de cadena, agotamientos en mitad del camino, soles, lluvias y fríos intensos...
De la experiencia en Holanda tengo muchos recuerdos, pero los que atesoro con mayor fuerza son los de la solidaridad y el cariño. El ISS no es una universidad corriente. Hay profesores que ganan premios por dictar clases como si fuera un encuentro de TED y otros tan aburridos que es difícil mantener los ojos abiertos más de cinco minutos. Eso no es nuevo. Lo que sí lo fue, por lo menos para mí, era el interés real que había allá de que la academia no se quede en el salón sino que incida en la sociedad. El activismo académico era central. Era un sitio reconocido por su rebeldía entre las instituciones de Europa. Por eso los profesores estaban involucrados en movimientos como La vía Campesina, Slow Food... hacían parte de colectivos y asistían a reuniones del activismo mundial. De ahí que las rumbas fueran mani-fiestas, de ahí que compartir salón entre profesores y líderes campesinos no fuera extraño... De ahí que algunos pensadores perseguidos en otros países se convirtieran entre esas paredes en doctorantes eternos, para salvarles la vida.
Todo eso en medio de múltiples contradicciones administrativas, de múltiples desafíos en micro que los funcionarios enfrentaban con actos de resistencia. Pequeñas revoluciones pasaban todos los días entre legajadores, escritorios, firmas, calificaciones, burocracias y ventanas... el mundo real, como lo es, que está en permanente confrontación con la ideas.
Pero esa manera de enseñar haciéndole énfasis a la posibilidad de incidir en el mundo, iba calando en el diario vivir del ISS... ahí no estábamos en competencia, aunque todos quisiéramos sacar la mejor tesis. Ahí estábamos en compañía gente de Indonesia, Etiopia, México, Bangladesh, Pakistán, Perú, Brasil, Ecuador, Ghana, Uganda... y por supuesto Colombia. Apoyándonos, sacando adelante nuestras dudas y nuestras lágrimas en compañía.
El video que grabamos esta semana, era como es el ISS, solidario. Era un mensaje de aliento a la nueva promoción que incluía algunos consejos para salir de esa experiencia lo mejor librados, pese a las pandemias y a otras tantas distancias y dificultades de estos tiempos.
En estos días también he vuelto a mirar un cuadro que Angie, una de esas amigas solidarias, me regaló a principio de año. Cada uno de la comunidad colombiana de entonces tiene uno. Es un cuadro hecho con materiales de costura que nos representa a todos rodando por las calles de la Haya como lo hicimos tantas veces, cada uno con su personalidad tan propia. Es que ahí la diversidad no era una confrontación sino una fiesta. Yo aparezco vestida de flores, llena de los colores que me traje del caribe y que solía ponerme encima para alumbrar los tantos días grises de ese país. Otra aparece entre malabares y muchos más sobre ruedas. Haciendo amistad, acompañándonos en ese proceso que nos enseñó sobre la importancia de incidir, de ser parte, de colaborar, de hacer del cariño una forma de lucha.
De ese lugar nos graduamos en una ceremonia bellísima llevada a cabo en un salón común, tras aprender entre teorías cuán innecesaria y dañina es la ostentación. El salón era el de siempre, pero los gritos, los barullos de la selva, de las montañas, de los desiertos, de las ciudades de distintos continentes que sonaban entre algarabías cuando alguno iba a recibir su título decoraron el espacio. También la felicidad de las familias y los trajes típicos o los detalles de cada país que cada uno llevaba puesto para mostrar el orgullo de su origen. Qué otro lujo podíamos desear... Fue una fiesta de la diversidad, una más.
Hoy estuve mirando con nostalgia ese cuadro en el que estamos todos y cada uno en su particularidad tan particular. Es el cuadro de la amistad tejido entre botones y retazos. La amistad que se mantiene, sin importar las distancias pandémicas ni los kilómetros que separen el rumbo que cada uno haya decidido tomar.
Los de la nueva generación recibieron el video y ahí mismo respondieron agradecidos. Acompañados y llenos de cariño, están listos para seguir adelante.
Texto y foto: María Clara Valencia.