Comerse el mundo como si lo conociéramos

He querido comerme el mundo... literalmente, he querido probarlo casi todo en cada lugar, intentando deshacerme de prejuicios, de esas ideas preconcebidas sobre un planeta enorme en el que, sin embargo, todas las vidas se parecen a las nuestras.
Por eso he probado cosas extrañas que han pasado por el paladar con sensaciones diversas. Algunas han resultado gratas sorpresas. Otras, como la pepitoria, quedaron grabadas en la boca dentro de las memorias del horror.
Desde el confinamiento los sabores se reducen aunque queramos experimentar en la cocina. Se reducen porque la experiencia gastronómica pasa también por el olfato, por la vista y por el tacto. Está ligada al ambiente y no solo al plato. Desde casa se limita la experiencia del paisaje que va ligada a la comida, así como no es igual comer un pescado frito a manteles que hacerlo frente a alguna playa en el caribe, acompañado de limón, patacón recién frito, arroz con coco y algo de arena. Entre los cubiertos y los dedos engrasados que se chupan con los ojos cerrados hay kilómetros de distancia.
Por eso creo que el confinamiento limita la experiencia de los sabores, aunque contemos con el privilegio, cada vez más privilegiado, de comer todos los días. Tres veces al día es un lujo cada vez más extraordinario en estos tiempos de carencias.
La experiencia del comer tras la ventana, aunque no haya dejado de ser deliciosa, es como el que siempre pide fresas con chocolate por el temor a pedir copoazú, por el temor a que el paladar experimente novedades y se contraiga de extrañezas. Las novedades a muchos les dan miedo, los enfrenta a ese ser desconocido que vive adentro y que quizás prefieren mantener en silencio.
A mí, sin embargo, la experiencia gastronómica confinada me lleva entre la boca y la cabeza de camino al viaje, porque me atrae la experiencia de la lengua curiosa... El confinamiento me lleva, por ejemplo, de regreso a Marruecos... un destino fascinante que recorrí con varios amigos y amigas. Acabábamos de terminar nuestra tesis de maestría y emprendimos ese viaje de olores, sonidos, multitudes y sabores que nos llevaron a esos platos calentados en tajines, unos recipientes cerámicos que conservan el calor y ayudan a darle el sazón especial a la comida marroquí. Ahí las palomas enteras son una especialidad entre salsas exquisitas y acompañantes. El mejor menú de Marrakech, como suelen ser los mejores platos, lo encontramos en un restaurante popular, sin ningunos lujos ni decoración, de mesas largas, muchos comensales locales y pocos turistas. Ahí comimos paloma en sus distintas presentaciones... de chuparse los dedos.
También recuerdo los chapulines mexicanos. Esos grillitos crujientes que venden en las esquinas picantes y deliciosos. Y claro... el picante mismo, que nos llevó a un grupo de periodistas, tras un cubrimiento climático, por un viaje de mesa en mesa por la Riviera Maya, en medio de competencias de aguante de picor. El picante, he sabido de varias conversaciones, es también una manera de pasar el hambre en México, porque con la lengua ardiendo, los retorcijones en el estómago se notan menos.
Holanda es famosa por su mala gastronomía, pero un restaurante en el que ofrecían bagels con gusanos, entre muchos otros platos con bagels, era uno de los más populares del país. Yo lo visitaba con frecuencia, unas veces con antojo de bichos, como un adelanto de la comida del futuro, la que nos quedará cuando la devastación climática no nos permita comer nada más, y otras con antojos vegetarianos... tenemos tantos prejuicios alimenticios que nos estamos perdiendo de un mundo de sabores, pensaba mientras mascaba los insectos.
También está en mojojoy que sirven en el Amazonas, un gusano sabroso aunque de textura extraña, como de goma, que da impresión entre la boca pero que pasa por el estómago con un dejo delicioso a frito.
Algunas teorías dicen que fue por comer animales raros que las coronas se propagaron por el mundo. Pero no es verdad. Si el Covid 19 tiene un origen zoonótico no es por el aprovechamiento de la biodiversidad, sino por su explotación irresponsable, sin protección de los ecosistemas y sin normas de salubridad.
Hace unos años hice una historia sobre las especies poco comunes que podrían alimentarnos en Colombia y Leonor Espinosa, una de las chef más importantes del país, contó que en sus restaurantes sirven caldo de babilla. He estado desde entonces antojada de probar ese caldo, pero nunca he ido a sus restaurantes. Birigitte Baptiste, entonces directora de instituto Humboldt, en conversatorio con Espinosa invitó a consumir nuestra biodiversidad responsablemente como una manera de conocerla, estudiarla, aprovecharla y conservarla al mismo tiempo. Ojalá supiéramos cómo hacerlo y lo pusiéramos en práctica para llenar el paladar de sabores, la vista de paisajes, el tacto de texturas, el olfato de los aromas y la cabeza de ideas y conocimiento sobre la biodiversidad.
...Comerse el mundo con la responsabilidad del que quiere que siga existiendo.
Texto y foto: María Clara Valencia.