Cuando el camino se revela

04.06.2020

Una isla, una revelación: ese lugar ha estado esperando por mí. Esos 193 kilómetros cuadrados frente al mar eran lo que yo había soñado toda la vida. 

A veces el amor se manifiesta en los lugares, en los espacios que nos cambian el rumbo.
A veces el amor se manifiesta en los lugares, en los espacios que nos cambian el rumbo.

Recuperar la felicidad... hay para quienes el confinamiento ha resultado un momento feliz, una liberación de las oficinas, de los agites de la ciudad, de los trancones. Recuperar la felicidad, como la posibilidad del encuentro desde lo íntimo. Para otros, el confinamiento ha resultado un encierro insoportable lleno de personas en pantallitas que sueñan con colgar la llamada, ya sea para reunirse y tomarse unos vinos en el mundo real o para olvidar con un click lo conversado vía webcam.

Recuperar la felicidad... como hace años. Llevaba meses pidiendo en el periódico que me cambiaran de sección porque la sola presencia de ese jefe incompetente y mala persona me ponía los pelos de punta. Me habían traído de Barcelona un cojincito de lagartija de esos de Gaudí. Cada vez que presentía la cercanía del jefe lo apretaba con fuerza. Estaba tan hastiada que en los últimos meses me costaba siquiera entrar a la redacción.

En una de esas reuniones de des-planificación, un viernes 5:00 p.m. el jefe dijo que el lunes tenía que salir rumbo a Panamá para hacer una revista de 34 páginas sobre el boom del sector inmobiliario en ese país. Tenía cinco días para hacer la reportería y una semana más para escribirla. Yo nunca había estado en Panamá ni conocía a nadie ahí. Pero el lunes temprano, junto con el fotógrafo, cogí un avión a Centroamérica. Trabajamos sin descanso, intentando improvisar fuentes en el camino y abarcar la mayor cantidad de información posible. El fotógrafo que viajó conmigo llevaba décadas en el periódico. Nunca antes nadie lo había puesto a trabajar a ese ritmo, me dijo.

Terminamos la revista en tiempo récord y estuvimos en el cierre hasta pasadas las tres de la mañana. Era tanta la presión por el trabajo, tanto el estrés, que mi mano izquierda dejó de funcionar. En medio de la tensión, yo intenté abrirla a la fuerza y la obligué a trabajar hasta el final de la jornada. Al otro día me levanté con los dedos enormes, morados e inmóviles. Los había tronchado. Mientras me ponía hielo, me llamaron del periódico. Los publicistas no habían podido vender suficientes anuncios para esa publicación. La revista no sería publicada. El médico me dio 10 días de incapacidad.

Por esos días también acudía a la medicina bioenergética y mantenía sobredosis de gotas florales para mantener la calma. Le conté a la médica sonriente que tenía 10 días de incapacidad por mi mano vendada. "Usted no puede hacerse daño porque no quiere ir a trabajar", me dijo. Pida vacaciones y piense qué va a hacer. Compré tiquetes y con un mes de anticipación pedí el permiso para irme al Brasil, el viaje para el que llevaba un año preparándome.

Yo seguía insistiendo que me cambiaran de sección, sin respuesta. Cuatro días antes del viaje, me ofrecieron un cambio, si renunciaba a las vacaciones. Les dije que no. Di media vuelta y me agarré la cabeza angustiada por mi error... no tenía sentido renunciar a la oportunidad que llevaba meses pidiendo por unas vacaciones de pocos días.

Salí del periódico hecha una tormenta y tomé un taxi en la calle. Siempre converso con los taxistas. En algún momento, no sé bien por qué, el taxista terminó diciéndome que él era clarividente. "Usted, por ejemplo, está muy angustiada porque siente que está dejando ir una oportunidad. Sepa que no está dejando nada. Hay algo importante que la espera en otro lugar"... así se empezó a trazar el camino. Cuatro días después estaba en Brasil.

Comencé por Sao Paulo, donde una mujer después de cinco minutos de conversación me regaló una piedra. "Esto la va a ayudar a que se le abran los caminos", me dijo. Luego Sao Sebastiao, acampé unos días en Ilhabela, Paraty, Rio de Janeiro... recuerdo que en cada uno de esos destinos yo me detuve a rogarle a la vida de rodillas que me diera una señal que me ayudara a orientar mi camino. Y entonces alguien mencionó a la Ilha Grande. "Sé que le va a gustar", me dijo. Dos días después estaba ahí a pesar de me habían advertido que llovería y "en días de lluvia la isla no vale la pena".

Llegué en un día de sol espléndido... desde el barco vi al fondo una montaña verde, frondosa, las playas de múltiples colores, el mar de azul turquesa a mis pies. Era el lugar con el que yo había soñado toda mi vida, una isla como esas de las películas de aventuras que uno se pregunta si en realidad existen. Ahí estaba: Ilha Grande.

Duré tres o cuatro días caminando entre monte bajo un sol maravilloso, recorriendo las arenas multicolor, mirando ese océano enorme, nadando... pronto se acercó el momento de partir. Cuando me preparaba para subirme al barco, conocí a Papito. En esa isla pocos se sabían los nombres de los demás, todos se llamaban por los apodos. Papito, como su apodo, era guapo y amable. "Usted se va a quedar aquí, como hacemos todos", me dijo. "Yo soy ingeniero pero mandé todo al carajo y me quedé. Usted va a hacer lo mismo, no tengo duda". Por supuesto, le respondí que no, que yo tenía que volver al trabajo.

Las vacaciones terminaban. Restaban solo tres días en Río antes de volver a Colombia. Subí al barco y vi la isla alejarse. Al fondo una manada de monos aulladores saltaba entre los árboles. Mientras el barco avanzaba en dirección contraria a Ilha Grande, yo sentí un intenso retorcijón en el estómago. Era como que se me estaba desgarrando la vida.    

Texto y foto: María Clara Valencia. 

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