De historias, amantes y otras rebeldías
Los cinematográficos relatos de la infancia siguen en mi cabeza. Familias atravesadas por la sensualidad, la tradición, la traición, la fuerza y el dolor.

Siempre me han fascinado las historias.
Desde que mi papá nos relataba sus aventuras intentando que nos durmiéramos en
la noche, he estado conectada a los cuentos. Por eso estudié literatura, sin preocuparme
porque algún día tendría que ganarme la vida con eso... recuerdo que cada vez que
le contaba a alguien lo que estudiaba, la respuesta era "¡Qué lindo! ¿Y
de qué vas a vivir?".
Me gradué hace unos 20 años y lo cierto es que desde entonces no he parado de trabajar. A veces con paga y a veces no, pero siempre trabajando... De contar historias es de lo que he vivido.
Y en ese relatar he tenido muchas obsesiones... me obsesiono por temas, por anécdotas y a veces por personas.
Desde que era niña, por ejemplo, me obsesioné con Sara, una mujer de la que me contaba mi papá en las noches. Sara era como la Malena de Giuseppe Tornatore, tan bella, que solía dejar a los hombres del pueblo paralizados a su paso. Tenía un marido que no le ponía la atención que ella requería, así que decidió entrar a otros hombres a su casa una vez él salía rumbo al trabajo.
Todos en el pueblo sabían del cornudo, menos él. Hasta que un día los machos lo enfrentaron entre burlas. El, entonces, la confrontó en mitad de la plaza pensando en humillarla, pero ella, con la rabia del abandono acumulada por años y con la fuerza que había cargado desde que decidió entrar el primer amante, le respondió delante de todos que claro, que como no le iba a poner los cuernos si él nunca le había puesto la atención que ella requería, que ella era una mujer completa con deseos y llena de vida; que claro que tenía amantes, ni pendeja que fuera, y se fue. Desde entonces a él le dijeron el viudo y el nombre de ella desapareció del pueblo.
A mí siempre me pareció fascinante la fuerza tan disruptiva de esa mujer de principio de siglo XX, decidida a quitarse pesos y a vivir la vida a su antojo pese a los señalamientos.
Me pareció fascinante también uno de sus hijos... él era testigo de los hombres que entraban y salían, y decidió grabar sus nombres y las fechas de sus visitas en la madera del espaldar de la cama. Cuando la verdad salió a la luz, el hijo temblando llevó a su padre hasta el cuarto, movió el armatoste y le mostró los nombres que llevaba acumulando por años, cada uno con su fecha exacta.
Esa escena tan cinematográfica de la cama y el carácter de Sara que a principio del siglo XX se atrevió a enfrentar a su marido y reconocer casi con orgullo una infidelidad delante de todo el pueblo, mientras el viento le movía la falda que volvía locos a todos los hombres, a mí se me quedó grabada en la cabeza. Durante muchas noches le pedí a mi papá que me repitiera la historia. Tanto lo hizo, que los detalles fueron cambiando con el tiempo a medida que las repeticiones hacían nublar la verdad y se mezclaban con la fantasía. Esta es la última versión que recuerdo. Quizás esté llena de inexactitudes producto de las tantas narraciones, mis propias fantasías y la memoria de infancia ¿Quién sabe?
Muchos años después, me contrataron para dictar un taller de periodismo en la ciudad donde yo sabía que Sara pasaba sus últimos años. Y como en la vida he decidido no dejar ningún pendiente, fui a tocar a su puerta para conocerla. Ya le quedaba poco de esa belleza de antaño, pero Sara aún conservaba una presencia imponente y la fuerza de su mirada. Me senté un rato junto a ella, sin saber bien qué decirle. Lo único que le expliqué es que me había pasado la vida queriendo conocerla porque en el fondo siempre admiré su ímpetu revolucionario, su impulso libertario tan fuera de tiempo y de contexto, su valentía, pese al dolor que provocó en su familia.
Cuando la conocí padecía ya un Alzheimer avanzado que le permitía solo recordar la lluvia. ¿Ya llovió? ¿Ya va a llover? Repetía una y otra vez como si con el agua se le movieran los recuerdos. Durante el par de horas que permanecimos juntas en esa especie de conversación lluviosa que no iba a ninguna parte, la imaginaba como a Malena Scordia, delante de las cámaras de Giuseppe Tornatore, caminando por el pueblo, moviendo su falda y dejando una ola de hombres paralizados a su paso... entre ellos a mi papá, por entonces tan niño como Renato Amoroso, el preadolescente que despierta su sexualidad mirando las piernas de Malena y espiando los encuentros con sus amantes por las noches. La historia de Malena es triste, la de Sara también.
He imaginado muchas veces la cantidad de mujeres que deben haber soñado alguna vez con vivir una escena como la de Sara, la cantidad de mujeres que seguramente han querido salir corriendo de sus maridos, de hogares violentos y sin sentido, conseguir un amante o varios y huir de rutinas agobiantes, de espacios en los que la vida ha perdido el brillo.
Hace poco conocí alguien dedicado a estudiar la violencia en Colombia. Le comenté lo mucho que me extrañaba la violencia tan exacerbada en este país, porque al final somos unas nación de familias, de hombres y mujeres que trabajan intentando sacar adelante a sus hijos. Me explicó que es justo ahí donde nace la violencia, en nuestras estructuras de familia patriarcales que esconden a puerta cerrada y en silencio la mayoría de las agresiones. Por eso el día más violento suele ser el de la madre, cuando todas las familias se reúnen, comentó.
La historia de Sara está llena de aristas, de detalles y de dolores que no voy a contar en este momento. Pero cuando pienso en Colombia, en nuestras costumbres y en nuestras violencias, no dejo de sentir fascinación y también algo admiración por ella.
Texto: María Clara Valencia.
Foto: Malena, FilmAffinity.com