Del Rocío de aves a las montañas multicolor
Dos horas de camino entre las montañas de Colombia bastan para cambiar de mundos, de olores y de sabores... un privilegio que nos aguarda tras la ventana.

Hace un año regresé a Colombia. Se acercaban ya dos vueltas del sol en Holanda, viviendo una experiencia retadora, cariñosa y muy reveladora en mi vida, cuando una profunda sensación en las entrañas empezó a marcar el camino de vuelta. Corrían los primeros meses de un año de permiso de trabajo y yo empecé a perder el sueño. Y no era solo porque aun no me habían ofrecido un puesto, sino porque allá casi no se veía el sol y ese gris de lluvias permanentes comenzó a nublar mi perspectiva.
Me di cuenta de que cuando lograba dormir, me soñaba en el monte, caminando entre los árboles... así que buscando maneras de conciliar el sueño descubrí en el Spotify sonidos de selva... solo oyéndolos podía pasar la noche sin los ojos abiertos. Tenía sueños de bosque, de ramas, de animales y quebradas... en las mañanas abría los ojos, aun con los sonidos de Spotify en el fondo y con la mitad de la cabeza entre la hojarasca. Me levantaba y cuando abría la cortina, ese gris se entraba a mi cuarto y yo quería volver a cerrar los párpados y seguir durmiendo.
Cuando tomaba el tren, lo único que se veía desde la ventana eran cultivos extensos, uno tras otro, en filas perfectas... un territorio completamente intervenido. No en vano se vanaglorian los holandeses de haber construido su propio país de entre las aguas. Ahí no queda nada natural y yo empecé a sentir en el estómago, en las entrañas, una enorme nostalgia de esos multicolores de nuestras montañas. Yo seguía buscando trabajo a diario, con la disciplina del que ve correr el tiempo del permiso laboral como si se desvaneciera en segundos, pero muchas veces, sentada en la biblioteca o en los tantos cafés, me pregunté si tenía sentido esa búsqueda y cuáles eran los motivos que me impulsaban a quedarme ahí.
Pasaba las noches en el Mariposa, el bar de la universidad, tomando cerveza, comiendo maní y conversando con profesores y estudiantes sobre la vida, el desarrollo y nuestra posición en el mundo. Llenándome de preguntas sobre el planeta, la humanidad y sobre cuál era el mejor camino para mí. A media noche volvía a casa y de nuevo encendía la selva para aquietar las preguntas y poderme dormir.
La necesidad de monte se fue haciendo cada vez más urgente, aunque casi a diario pedaleaba por los amplios parques de la ciudad. Decidí entonces buscar aves para calmar la ansiedad. En internet encontré información sobre Rocío, un pueblo diminuto en España que alberga una de las mayores reservas de aves de Europa. Era el destino, decían, de miles de aves provenientes de África.
Conseguí tiquetes baratos y emprendí camino. Rocío es uno de esos pueblos olvidados de España en el que quedan unos pocos viejos. Ubicado en la provincia de Huelva, en Andalucía, es famoso por las romerías que se reúnen ahí cada año en torno a la virgen del Rocío y que solo entonces, el fin de semana del lunes de Pentecostés, llenan el lugar. La mayoría de las casas del pueblo pertenecen a las hermandades de la romería y permanecen vacías el resto del año. Es un pueblo de piso en arena en el que la gente aun anda a caballo. Los bares atienden adentro y afuera, pero afuera, junto a las barras de licor normales, ponen otras más altas para que los comensales puedan compartir sus tragos desde el caballo.
Al pueblo llega un solo bus diario y se han ido tantos de ahí, que ya empezaron a construir viviendas a las afueras a muy bajos precios para que los jóvenes regresen.
Allá llegué buscando aves. En las marismas, unas llanuras de agua dulce que se llenan en las temporadas de lluvia, aterrizan muchas de ellas. Ahí queda el parque Nacional de Doñana, reserva de la biosfera, catalogada como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1994 y considerada una de las mayores reservas ecológicas de Europa.
Tenía muchas expectativas y entonces comencé a rodear el agua cámara en mano. Una talanquera de madera separa el pueblo de la marisma y según me dijo un biólogo del parque, esa misma talanquera mantiene el interés de los locales distanciado de las aves. Son pocos los que las miran, el interés viene más de los viajeros...
Pudo ser la época, pudo ser mi inexperiencia en avistamiento... pero yo solo vi cuatro, máximo cinco especies. Había muchos emplumados, si. Se dice que cada año este lugar acoge a 200.000 aves de todo el mundo, pero solo de unos cinco tipos distintos: flamenco rosado, espátula común, quizás una canastera, algún Milano Negro, una que otra cigüeña. Las visitas a Doñana son muy restringidas y no permiten caminatas adentro. En los tours de avistamiento todo el mundo observa desde un vehículo apretado entre los binóculos de unos y otros... La verdad es que mi jardín tiene más especies que las que vi en Doñana. En mi camino tampoco se cruzó el famoso lince ibérico.
Si en Colombia entendiéramos la importancia de la riqueza que tenemos, si supiéramos las maravillas que hay allá, pensaba...
Pese a la desilusión de una abundancia tan limitada en formas, el viaje a Rocío fue interesante. Me hospedé en un hotel en el que nunca vi a nadie, administradora, ni portero ni aseadora, y en el que era la única huésped y recorrí sus solitarias calles de arena y las fachadas de sus iglesias decenas de veces. También me detuve a ver grupos de adultos mayores bailando y cantando flamenco con maestría. Dos días más tarde estaba lista para salir de ahí y también lo estaba ya casi para regresar a Colombia.
Entonces me ofrecieron un trabajo... coordinar un equipo de nueve periodistas de cinco países para hacer historias de profundidad sobre el cambio climático. Tuvimos una semana intensa de negociación y a principios de mayo regresé a Colombia.
Muchos bogotanos comparten la emoción que se siente ver las montañas rodeando la meseta desde el avión cuando uno ha pasado mucho tiempo lejos. Aterricé en la ciudad de la furia y las montañas de oriente me dieron la bienvenida. También lo hizo mi familia.
Una semana después, la organización con la que trabajo ahora me invitó a Medellín a tener una primera charla exploratoria sobre la Amazonia. Aterrizar en Rionegro y recorrer ese camino verde, frondoso y amontonado de especies de camino a la ciudad me hizo muy feliz. Como que en el cuerpo sentí que las piezas sueltas se estaban juntando y que iba poder volver a dormir.
Miro por la ventana, hay días de sol. El jardín está florecido, como siempre, y los pájaros revolotean por decenas. Aunque ahora estoy a puerta cerrada, puedo dormir tranquila.
Texto y foto: María Clara Valencia