Diminutos ante el poder y la fuerza
Ante la pequeñez de lo que somos frente a la naturaleza, permanecemos a puerta cerrada resguardándonos de lo invisible.
La naturaleza hecha fiesta, que expresa su poder a viva voz.
La fuerza de la naturaleza nos
mantiene a puerta cerrada. Un virus que no vemos y que está fuera de control, o
bajo el control de una naturaleza que no entendemos, nos obliga a resguardarnos
hace ya 45 días. El virus aterra a pesar de su pequeñez
microscópica, aterra por su fuerza, por su poder, aunque no se mida en músculos,
en cañonazos ni en explosiones. Esta fuerza que no vemos y que sin embargo sabemos
que está ahí y nos asusta, es extraña, sobre todo porque nos deja disminuidos
como especie, acobardados en el adentro, tan lejos del poderío al que estamos
acostumbrados.
Hoy empezó el día con un sol picante... sol de lluvia. A medio día aun con el sol alumbrando con fuerza, empezaron los truenos. Un rato después se oscureció todo y el ambiente se mantuvo cargado hasta las 5:00 p.m. cuando el poder de la naturaleza empezó a caer sobre el jardín.
A mí me fascina ese poder ante el cual somos diminutos, insignificantes. Me fascina la naturaleza despierta: las tormentas, los tsunamis, las avalanchas, los huracanes... esa fuerza ante el cual no podemos sino caer de rodillas.
Pasé largas noches en Cartagena cazando tormentas. Cámara en mano, me acerqué a la madrugada muchas veces fotografiando los rayos que allá no son como los de las montañas que caen en picada o se ven en pequeños reflejos entre las nubes. Frente al mar los rayos caminan, se expanden, se apoderan del paisaje, se toman los cielos, el mar y la tierra.
Eso lo supe el día en el que viví un bombardeo. Mi apartamento tenía más ventanas que paredes y los vidrios temblaban en medio de una tempestad que no dejaba contar ni un segundo entre el trueno y la luz. Había tanta fuerza en el cielo que se apoderó de todo el lugar. Era el mundo en una fiesta eléctrica de millones de revoluciones, un escándalo monumental.
Primero me escabullí entre la cama con la mirada hacia el armario para evitar que si se reventaban los vidrios me cayeran en los ojos. Hasta las sábanas vibraban... pero entonces me di cuenta de que me estaba perdiendo del espectáculo: esa fuerza que era la rabia misma y la euforia juntas. Era el tambor y las trompetas al tiempo, el jolgorio de los dioses hablando a viva voz en un alegato animado e intenso.
Entonces salí al balcón cámara en mano, aunque aturdida por las explosiones cada tres segundos. Mi corazón palpitaba con fuerza entre la emoción y el espanto porque la tormenta estaba ahí, sin segundos de distancia. Entonces, en medio del estruendo capté a los rayos nadando en la piscina, justo frente a mis ojos. Un perfecto clavado de luces que iluminó todo el entorno y llenó la pileta de energía y luz. Yo estaba en la primera fila de un evento majestuoso.
Así me aficioné a las tormentas y trasnoché muchas noches en el Caribe haciéndoles cacería y explorando en la cámara la mejor manera de captarlas, fascinada con ese poder de la naturaleza que nos enfrenta a nuestra más ínfima pequeñez... Cómo no sentir fascinación, cómo no doblegarse ante su gracia, ante el poder de la voz de las tormentas, ante la potencia de su canto, ante su fuerza.
Las coronas, lejos de acercarnos
a los tronos, nos arrebatan el control y el mando, nos enseñan de humildad; dejan en evidencia nuestra vulnerabilidad insegura y pretenciosa, oculta en el
dominio, en esa fantasía de la inteligencia que desde hace tiempo nos tiene
dando tumbos, lejos de las preguntas y de las respuestas.
Texto y fotos: María Clara Valencia