El baile del Urubú
Levantarse al aire y dejarse llevar por las corrientes, como los maestros emplumados que entre cículos negros hacen del viento un juego.
Extender las alas para que distintas formas de belleza levanten vuelo.
Ayer David lanzó en su diario una entrada fantástica sobre un par de chulos (o goleros, como les dicen en el Caribe) que terminaron de mascota en su casa luego de haber sido desalojados del campanario de la iglesia. Iban por lechuzas y lo que encontraron fue un par de bebés chulo que terminaron creciendo en el patio como mascotas.
Siento fascinación por los chulos porque no existen maestros de vuelo tan fantásticos como ellos. Alguna vez conocí a alguien que practicaba ala delta y me contó que los principales ejemplos de esas alas con las que los humanos sueñan con ser pájaros, son justamente los carroñeros, que hacen esos círculos majestuosos en torno a los cadáveres y que son los maestros de las corrientes.
Cuando viví en Cartagena tuve una pareja de chulos de vecinos. Vivían en el techo del edificio de al lado y se levantaban a la misma hora en la que yo salía al balcón a desayunar. Estaban siempre en pareja y vivían atentos uno del otro, aunque se pararan en bordes opuestos del edificio. Cuando me levantaba a mitad de la noche, los veía volar juntos jugando con el viento, con sus alas extendidas en flotación, como bailarines de las brisas.
Nunca los ví llegar con presas en la boca pero siempre imaginé que en una ciudad tan llena de basura como Cartagena, no debían tener problema en encontrar comida. Los ví aparearse, si: ella le dio varias vueltas ansiosa hasta que él resignado subió los hombros y la invitó a posturas. Ella se puso al borde del edificio con la cola hacia el cielo. Él se montó, dio 10 aleteos rápidos y en menos de 5 segundos el asunto estaba finiquitado. Semanas después nació un chulito. Lo ví salir de entre las tejas con sus tonos rojizos y un par de alas que apenas podía coordinar. Caminaba con frecuencia por el techo mientras aprendía, él también, a abrirse vuelo.
A mí me fascinaba ver las dinámicas de la familia chulo y les tomé decenas de fotos. Una vez, uno de ellos estuvo frente al lente en una sesión que resultó de mil poses. Lo nuestro fue como una conversación porque él o ella me miraba con frecuencia, consciente de la cámara. Tenía la actitud de modelo de portada y yo lo vi bello entre sus arrugas, esa máscara agrietada en tonos grises y las alas enormes que exponía con gracia.
Confieso que me avergonzaba un poco el interés oscuro por un ave negra de pico desgarrador y cercanía con la muerte. Confieso que me parecía extraño encontrarles la belleza que veía en medio de lo obvio... Hasta que me enteré de que no era la única y que Truman Capote también sentía fascinación por ellos. "Me gustaría reencarnarme en un buitre. Un buitre no tiene que molestarse por su aspecto ni por su habilidad para seducir; no tiene que darse aires. De todos modos no va a gustar a nadie: es feo, indeseable, mal recibido en todas partes. Hay mucho que decir sobre la libertad que se obtiene a cambio", escribió en 'Música para camaleones'. Esa libertad de no tener que seducir, de no tener que gustarle a nadie, me pareció a mí también muy seductora.
Hoy me puse a buscar qué otras referencias literarias hay sobre los buitres y encontré muchas. Entre ellas, una mención de Faulkner (algunos acusan a Capote de plagiarlo) quien también aspiraba a reencarnarse en un buitre que "nadie ama, ni odia, ni envidia, ni necesita". En eso, sin embargo, se equivocaba Faulker, porque ellos son fundamentales. Los naturalistas cuentan que en la India, tras haber disminuido a la población de buitres a tiros, no han podido contener las plagas de ratas. Los buitres, aunque no ganarían un concurso de belleza, son indispensables.
También encontré una referencia de Kafka, quien tiene un cuento sobre un buitre que le picoteaba los pies. Otro, del escritor británico Niall Binns, quien tiene todo un libro de poemas sobre los buitres y en uno de ellos los describe como "aquellos que escinden las nubes, los reyes del reciclaje, las aves sagradas, aunque calumniadas".
A propósito de los poemas de Binns, Clara María Parra, de la Universidad Católica de Valparaíso, en Chile habla de una "poética que oscila entre la crueldad y la ternura". Sin embargo, si uno los mira con detenimiento en sus dinámicas diarias, en el cuidado de pareja y a sus bebés, se da cuenta de que en realidad están mucho más cerca a la ternura que a la crueldad. Además, más allá del terror que le tenemos a la muerte, ese carroñar que es aprovechar al máximo los cuerpos, que es limpiar y hacer del reciclaje vida, es una enseñanza grandiosa que nos regala la naturaleza en plumas.
Por eso me gustan las palabras de Ángeles Vicente cuando en su libro 'Los Buitres' habla de peregrinaciones y de sueños. Habla de "poder escudriñar todo aquello que piensan los hombres de bueno y de malo, el poder prever lo que urdirán en defensa de sus ideas o de sus preocupaciones, que tienen algo de espantosamente extraordinario". Creo que algo así es la poética del buitre, que se dedica a escudriñar los cuerpos, lo bueno y lo malo de lo que queda de esas almas que ya se han ido.
Me gustaron también las palabras de Fernando Aínsa sobre "ese volar sin batir las alas y ese andar torpe sobre la tierra". Dice Aínsa en un poema que "los buitres, aunque han perdido su guerra contra el sol/ y saben del final de aquellas alas derretidas del pretencioso Ícaro, /son los dueños del cielo /y con eso les basta".
A mí me parece bellísimo que al animal que no es el más bello, le hayan dedicado tantas palabras de admiración, que algunos incluso los mencionen con algo cercano al cariño.... como el que seguro les cogió la familia de David a los dos goleros que se criaron en el patio.
En portugués al golero se le dice Urubú... esa palabra tan sonora que retumba como tambor, me parece perfecta para el que vestido de negro anuncia la muerte, la transforma y le da camino a la vida.
Me gusta pensar en el vuelo ágil y calmado del Urubú, en su manera de dejarse llevar por el viento. El Urubú mantiene mi atención arriba y no clavada en los temores en tierra.
Texto y fotos: María Clara Valencia