El cabello es poder

23.04.2020

El cabello, como las plumas, tiene el poder de liberar y darnos vuelo o de  doblegar y dejarnos con la mirada en tierra.  

Golpean en el techo, se oye el toc toc sobre las tejas. La lluvia en época de manos limpias no nos ha abandonado. De arriba cae el agua y desde arriba mi pelo crece y las canas que a veces tapo y con las que a veces juego, se extienden por la cabeza libremente. El mundo es lo que es en estos días y los años también son los que tengo, así no más.

La cabeza es la que mira y cómo lo hace, lo que somos es lo que le pongamos dentro y sobre ella. La cabeza es la proyección de nosotros mismos, de nuestros caminos, incluso así con sus propias formas y sus propios tonos, sin la influencia del secador.

Ya conté cuán importante ha sido para mí el cabello que ha ayudado a anunciar mi camino, pero quedó pendiente una historia, otra más que ha marcado mi vida y mi cabeza. El cabello es poder, no hay duda. Poder que asumimos o poder ante el que nos doblegamos...

Era una clase de crónica y reportaje y se me ocurrió llevar muchas revistas para seleccionar al azar historias como ejemplo. Una de esas crónicas, resultado de un taller con Jon Lee Anderson, hablaba del pelo malo en Cartagena y del dolor que debían soportar las mujeres negras para alisarlo con aliser y poder ser incluidas en una sociedad excluyente como la cartagenera.

Sin darme cuenta, toda la clase se centró en esa crónica porque era de lo único que los estudiantes querían hablar. Entonces me di cuenta de que muchas de las estudiantes usaban aliser. Les propuse a todos hacer un esfuerzo por venir la siguiente clase con el pelo crespo para que pudiéramos nosotros también escribir sobre ello.

Pasé un par de días buscando rulos o algo para encrespar mi pelo para ese día, pero no lo encontré. Acaso en esa ciudad nadie quería tener el pelo crespo. Entonces compré una peluca y ese día llegué a la clase de afro. Fue una de las clases más interesantes de mis años como docente en el Caribe.

Una de las estudiantes llegó avergonzada y nerviosa porque a la entrada de la universidad un compañero le preguntó si estaba enferma, porque se veía rara y desgastada. Otra contó que el recorrido en el bus se le hizo eterno porque sintió que todos la miraban con extrañeza. Uno más terminó contando que siempre había sentido que su abuela lo trataba diferente porque era el único de la familia que había nacido con el pelo rucho.

A la clase no fueron todos... luego una estudiante me contó que no había sido capaz de salir de casa con el pelo encogido, sin alisar. Me contó que cuando era niña le gustaba sacar su pelo al viento y verlo crecer con la brisa, pero que su mamá se lo prohibió porque era una vergüenza.

Las historias que resultaron de esa clase eran historias de dolor, eran los retratos de la angustia, de la inseguridad... el resultado de años de exclusión, pobreza y señalamiento. Alguien más contó que en muchas empresas de la ciudad era impresentable llegar de afro, que eso era considerado sucio y carente de clase y estética. Las empresas no toleraban semejante imagen.

Recibí algunas historias inesperadas... alguien escribió que no se había podido concentrar en clase de ver el absurdo de mi pelo crespo y una estudiante más protestó porque recibió mi peluca como una burla hacia ellos. No, no era esa la idea ni mucho menos, sino moverlos para que se animaran a explorar sus propios dolores, sus propios miedos y a escribir. La reflexiones de ese día marcaron mi vida porque dejaron en evidencia esas angustias que se esconden tras el ruido y las risas de esa región, y porque entendí que esos dolores no son solo del caribe. Las reflexiones de ese día dejaron en evidencia el horror de la discriminación, los siglos que llevamos queriendo ser lo que no somos, avergonzándonos de nosotros mismos como si no valiéramos la pena en nuestra propia identidad.

Recuerdo mucho a una estudiante... era tímida al principio y muy inteligente, siempre con su pelo liso, apretado al cuello... semestres después, no sé por qué influencias, decidió liberar sus crespos y dejarlos crecer con furia de león. A medida que el pelo se fue haciendo ancho, ella se puso más bella y su personalidad se fue tornando más y más imponente. Se convirtió en una mujer extrovertida, sensual y dicharachera. Hoy es una de las caras representativas de la ciudad gracias a ese afro con el que ella adquiere una fuerza caribeña de candela.

Años después, cuando en Holanda decidí volver a las aulas como estudiante, apareció una imagen que me devolvió en el tiempo. Esa clase se quedó grabada en mi memoria: el profesor hablaba de colonialismos y mostró la foto de unos jueces africanos que legislaban con esas pelucas rubias de juzgado sobre la cabeza. Acaso el pelo de blanco era lo que les daba la autoridad para juzgar a los suyos. Sentí escalofrío... era el reflejo claro de cómo nos hemos rendido ante el poder occidental, y no solo en África, de cómo hemos perdido el norte, el sur, el oriente y el occidente en el no querer ser lo que somos, en el querer aspirar a una cultura impuesta que no nos pertenece y que nos mantiene doblegados, desorientados y sin rumbo.

Hoy cuando los pelos crecen a su manera, lejos de pelucas y fantasías, somos lo que somos, lo que hemos de ser, con nuestros infiernos y nuestras alegrías, con los dolores que traemos y los que intentamos sanar. No hay un afuera al que demostrarle nada. Somos el pelo rucho y el pelo en canas, somos el tiempo que pasa en el encierro y lo que hagamos con él. Somos la aceptación de lo que vemos frente al espejo, imposibilitados para mirar hacia otro lado para negar nuestra condición en un afuera.

Somos el pelo que baja hasta la espalda y el dolor que sigue camino por la columna vertebral. También el cabello que se hace ancho y que sube buscando antena, como mandando señal; somos el cabello que se acomoda a su gusto anidando nuestros pensamientos.

Ser lo que somos e intentar abrirnos camino a pesar de ello. Ser como el camino que dibujaban las palenqueras rumbo a la libertad. Ser como las hebras que caen en los tonos y formas que la naturaleza impone, pese a los esfuerzos contrarios... dejar que los cabellos sigan cayendo como la lluvia de hoy, a ver si nos llenamos de humedades y de vida. El cabello es poder, no hay duda de ello.

texto y foto: María Clara Valencia

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