El mundo que arde abajo

02.06.2020

Mientras de levantan las protestas por lo que es injusto, las balas siguen saliendo. Mantener las redes para ayudar es la fortaleza que queda.

La solidaridad suele ser la riqueza de la gente sencilla
La solidaridad suele ser la riqueza de la gente sencilla

Por estos días el mundo arde... arden las fiebres de los enfermos, arden las unidades de cuidados intensivos que colapsan, arden las funerarias que no paran, los crematorios.

También arden las calles con los indignados afuera: George Floyd está muerto. Esa injusticia infligida desde el poder, una de tantas, arde en las noticias por estos días... Más cerca, aunque no se escuche con tanta fuerza, arden otros... líderes de este país que siguen siendo asesinados... arden de la tristeza y la rabia las comunidades que los pierden y se van quedando sin orientación.

Arden por todas partes los que no suelen ser escuchados, que gritan de indignación mientras desde el poder piden acallarlos a bala o de asfixia, como siempre.

Ese ardor de los de abajo que por estos días aparece en las pantallas reclamando justicia me ha traído muchos recuerdos. 

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Vivía en el caribe y la densidad de una ciudad dividida por una muralla que separa a los ricos de los pobres me tenía enferma. Por esos días había escuchado un montón de comentarios racistas y de clase en medio de fiestas y cocteles y no paraba de hacerme cuestionamientos.... Que el pelo de negro, que la chusma pobre, que los de allá, que los de acá, que el centro y el resto... Vivía yo en medio de dos mundos: con acceso a los lujos del mar: noches de catamarán, tardes de velero, fiestas de barra libre, cocteles literarios... y dictando clases al otro extremo a estudiantes que a veces no tenían ni para el bus. Entre un lugar y otro... basura, corrupción, injusticia, pobreza. A mí esa vida entre dos mundos, en esa especie de apartheid criollo en la que la exclusión estaba normalizada, no me dejaba vivir en paz. 

Yo no encontraba la manera de caminar entre la transición, ni de poner a dialogar realidades tan extremas. Eso me desveló muchas noches, hasta que un día exploté. Angustiada después de clase me fui a la playa pensar en los caminos. Soy de llorar con frecuencia, de alegría o de tristeza, lo sabrán quienes me conocen, porque el llorar es dejar fluir como los ríos. Así que ese día me dejé fluir y en la playa junté mis sales con las que llegaban a mis pies.

Se fue haciendo tarde, empezó a caer la noche, empezaron a levantar sillas y todo el mundo se fue. Solo quedó un hombre, un vendedor de camarón que se detuvo a varios metros a esperar. Estuve ahí largo rato y él se quedó ahí también, lejos pero atento. Cuando estaba lista para emprender camino, levanté la mirada y oí que dijo... "usted sabe que me quedé cuidándola, verdad? Es peligroso que se quede aquí sola". "Mi nombre es Humilde". Me dio la mano y se fue. Humilde...

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Vivía en Carolina del Sur, Estados Unidos. En algunos días de descanso del trabajo decidí ir a Charleston, la ciudad más turística del estado, famosa por la belleza de su centro histórico y porque es el destino de muchos ricos y famosos. Le pedí a uno de mis compañeros del trabajo que me ayudara a buscar un hospedaje adecuado para mi presupuesto becario. Por internet vio uno, imagino que era el más barato de la página. Suena bien, me dijo, queda cerca de la estación del bus, en las fotos se veía decente. Hicimos la reserva y emprendí camino.

El recorrido era de varias horas con algunas paradas. En una de esas entramos a un café y una pareja se me acercó "¿Habla español?" Me preguntaron. No hablaban un palabra de inglés y no sabían cómo hacer un pedido. Acaban de llegar de México e iban a Charleston a encontrarse con algún pariente que les había prometido un puesto. Nos vinimos hablando el resto del viaje. Era su primera vez en los Estados Unidos.

Cuando llegamos quise despedirme para ir a buscar mi hotel, pero me detuvieron. "Por nosotros vendrán en una hora, la acompañamos a donde necesite. Aquí solo nos tenemos nostros para cuidarnos. No conocemos aquí ni usted tampoco". Caminamos unos pocos metros y llegamos: era un antro de lo más horrible, con las puertas opacas por el mugre. Era como uno de esos moteles de paso a medio caerse de las películas de terror de los Estados Unidos. Vimos que alguien salió por la puerta. No tenía cara de muchos amigos. "No la vamos a dejar ahí", me dijeron.

Al rato llegaron los parientes... "este es el sector más peligroso de la ciudad y esta es una ciudad violenta. Si se queda aquí seguramente amanezca sin vida", me explicaron. "No la vamos a dejar sola. Vamos a ir con usted hotel por hotel de un buen sector hasta que encuentre alguno que pueda pagar".

Y así hicimos... nos fuimos de puerta en puerta en el sector del centro buscando algún hospedaje para mi presupuesto. "Esta ciudad es muy cara. Si no encontramos, se viene con nosotros. No tenemos más camas pero le sacamos un espacio y nos rebuscamos alguna cobija", dijeron. Un rato después vimos una posada pagable.

Mientras buscábamos, hablamos largo rato de la migración tan difícil, de la importancia de colaborarse unos a otros porque para los de abajo no quedan sino sus propias redes para sobrevivir. Ninguno de ellos tenía papeles. 

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Caminaba perdida por las calles de Bruselas, en Bélgica. Dando vueltas terminé en uno de esos que llaman "barrios malos". Me habían advertido varias veces de la violencia y del peligro de ir ahí, pero terminé entre sus calles sin querer. Llevaba yo una maleta de rodachines y un hombre se acercó y se ofreció a ayudarme. Nos fuimos charlando un camino largo... Me han dicho que este es un barrio peligroso, le dije. "Usted es inmigrante. No se preocupe, usted es una de las nuestras. Aquí no le va a pasar nada". Me dejó en la puerta y se fue.

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Bogotá. Andaba en un carro que prendía de milagro, un Renault 4. Lo compartíamos con mis hermanas y cada una le había dejado un rayón de regalo. No se si aun se veía que alguna vez había sido azul.

Ya era de noche y en la mitad de un barrio solitario se apagó. Entonces aparecieron ellos... tres hombres sobre una zorra repleta de chatarra. Me vieron y se bajaron sin dudarlo. Cada uno cogió una esquina... empujaron varios metros hasta que prendió. Sonrieron, me dieron las buenas noches y siguieron camino.

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Andaba en bicicleta por una ciclorruta de Bogotá. Mi llanta se fue contra un borde y salí dando tumbos varios metros. La calle estaba repleta. Solo se detuvo una familia de recicladores que me ayudó a recoger las cosas y me preguntó si estaba bien. Mis rodillas y mis manos sangraban.

No supe si alguno de ellos también se llamaba Humilde.

Texto y foto: María Clara Valencia

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