En busca de la felicidad

02.06.2020

De cómo  'Los viejos marineros', terminaron levantando mis velas y guiando el camino que me regresaría la alegría y orientaría los pasos a seguir.  

El mar, un café y un hombre que rema por Salvador Bahía. Nada más.
El mar, un café y un hombre que rema por Salvador Bahía. Nada más.

En el confinamiento he pasado mucho tiempo pensando en las vidas posibles, en los escenarios ideales, en las experiencias soñadas... cuando se abran las puertas ¿hacia dónde caminaremos? Me he preguntado. ¿Hacia dónde querré caminar yo?

Espero que este diario me de alguna idea. A veces a uno le llegan instantes de iluminación, pocos y rápidos. Hay que aprovecharlos porque duran lo que dura la luz de una tormenta. Luego se van. 

Así me pasó a mí hace unos años. Estaba agotada de la vida que se me iba entre la redacción del periódico al que le había dedicado ya cinco años de largos trasnochos. Intentaba todavía salir de esa tusa larga luego de las primeras pistas que me había mostrado el viaje al Amazonas y andaba buscando una señal que me ayudara guiar el camino y me devolviera la luz. 

Lo único que se me ocurrió es que debía intentar recordar dónde había sido feliz. Uno pasa contento en muchas partes, pero los instantes suelen estar cargados de "si hiciera más calor, más frío, si fulano estuviera aquí, si tuviera más o menos años, si... esto sería perfecto". Yo no necesitaba esos pendientes que dejan los momentos incompletos, necesitaba luz real, sin más añoranzas. Haciendo memoria encontré un instante. La primera vez que fui a Brasil llegué al Nordeste siguiendo los pasos del gran Jorge Amado. Hacía unos años había leído la novela 'Los viejos marineros' (que no es de sus más famosas) y desde entonces me había obsesionado con la idea de conocer dónde era que el escritor de Bahia había imaginado a esos hombres del muelle y a ese capitán de verdades tan diversas.

Llegué a Salvador Bahía y cuando miré desde el taxi a lo lejos me pareció que la ciudad era toda una favela apeñuscada en la montaña... el horror. Pero esa noche empecé a caminarla y entonces me di cuenta de que Bahía no era una ciudad para ver... las calles retumbaban de tambores, el olor del acarajé, de la tapioca, de la moqueca se metía por las narices, el calor se entraba en el cuerpo... la ciudad sabía a aceite de dendé y la gente caminaba como si llevara la batucada en las piernas. Fue una experiencia tan multisensorial que dejó mi cuerpo y mi espíritu conectado para siempre con ese país. Jorge Amado me abrió el camino. 

En su casa-museo pasé largas horas leyendo sus libros... recordando a ese pícaro capitán que me llevó a Bahía e intentando impregnarme de su espíritu tan Amado.

Hubo dos momentos grandiosos de ese viaje, dos epifanías, que me ayudaron a encontrar respuestas años después...

Deambulaba por las calles de la cidade alta y en el fondo vi un café. El lugar estaba vacío. Las mesas quedaban contra un ventanal que miraba a la bahía. Pedí el café, malo pa' caramba, pero justo cuando lo sirvieron cayó el atardecer y vi a un hombre a lo lejos de pie remando sobre una canoa. Recuerdo ese momento como la primera vez que tuve plena consciencia de la perfección. No me hacía falta nada, no me hacía falta nadie... era la ventana, el café, el atardecer amarillo-naranja y el hombre de la canoa. Nada más. Solo eso bastaba. Ni siquiera anhelé un mejor café. Ha sido uno de los instantes más bonitos que he vivido.

Días después salí rumbo a la Chapada Diamantina, un parque hermoso que recorrí en varios días de camino. Dormíamos bajo cuevas frente a las cascadas y pasábamos el tiempo caminando de arriba a abajo por las montañas. En algún momento, el terreno se puso difícil y yo me di cuenta de que estaba retrasando a todo el grupo. Me costaba agarrarme de las ramas con mi mano izquierda y avanzar. No tenía las habilidades de los demás. Sentí que se estaban impacientando... y entonces vino una segunda revelación: esto es lo que soy y este es el cuerpo que tengo, y la montaña está aquí para mí ahora. ¡Que se joda todo el mundo! Fue la primera vez que tuve un asomo consciente de conciliarme con mi cuerpo. Fui inmensamente feliz.

Años después, intentando recuperar la alegría, lo único que se me ocurrió fue que tenía que volver a Brasil. En medio de mi tristeza, que era profunda, esa idea se quedó fija en mi cabeza. Sentí en la entrañas que ese viaje era importante y que para hacerlo debía estar lista... en el anterior había perdido muchas conversas por no saber portugués. Así que entré a estudiar el idioma durante un año entero, para recuperar mi felicidad. Y así fue...

Texto: María Clara Valencia.

Foto: Vinos y Caminos. 

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