Entre las leyendas del fin del mundo
La magia se oculta en ese lugar donde las aguas se levantan y las bestias dominan los mares, donde todo termina y solo queda el abismo

Hace tiempo me hice un propósito en la vida: no dejar ningún pendiente. Es un propósito difícil porque siempre queda algo por hacer, pero yo he intentado vivir lo que he querido y decirle a la gente que quiero que la quiero, para que no me ataquen los afanes por lo no hecho cuando haya que irse. La vida nos acerca cada vez más al fin y como no tenemos certezas sobre los días pendientes, es mejor ir cerrando saldos.
En épocas de pandemia a veces parece que el final está más cerca; con la cotidianidad transformada vivimos al borde, en el final del mundo que conocíamos, en el final de las viejas costumbres, en el final de esos tiempos en los que nos besábamos y nos dábamos de la mano sin miedo, en el final... quién sabe.
En todo caso a mí los asuntos sobre lo finito y esas ideas sobre el final del mundo siempre me han parecido fascinantes. La teorías antiguas sobre una tierra plana, tras la cual no queda sino el abismo, me parecen aterradoramente seductoras. Quizás por eso, durante mis años de estudiante de literatura mi época favorita siempre fue la edad media... las brujas haciéndole el quite a los inquisidores, los hombres inventando excusas para aplacar la fuerza femenina, las llamas y el miedo, el espanto y la peste en medio de la rebeldía, la exploración y el goce: Los carnavales y el pecado. El fin que siempre está cerca.
Hace un par de años mientras leía la novela 'Tren nocturno a Lisboa', del escritor y filósofo suizo Pascal Mercier, me obsesioné con conocer Finisterre, el final del mundo.
La novela, que trata de un profesor que deja todo de un momento a otro por buscar al autor de un libro que encuentra por casualidad, solo menciona Finisterre en dos párrafos, pero para mí fueron suficientes para que ese destino se convirtiera en una obsesión que rondó mi cabeza por meses.
"Finisterre, up in Galicia. It was like an idée fixe. He had a haunted, feverish expression on his face when he spoke of it (...) a word that means the end of the world. You see nothing more than sky and water, and they say that the sea is so stormy that no one could travel on it, and so you cannot know what is on the other side. They told us that some, eager to fathom it, disappeared with their ships and none ever came back (...) nobody knows what is in this sea, nor can it be explored, for there are many obstacles that confront the sailor; the profound darkness, the frequent storms, the countless monsters that inhabit it, and the string winds", dice el libro. Yo tenía que llegar hasta ahí.
Finisterre, en España, se consideró por muchos años el punto más occidental de Europa. Ahí acababa el mundo y de ahí su nombre. Pero no era solo que fuera la punta más occidental, sino que sus aguas rabiosas lo llenaron de leyendas sobre bestias salvajes que habitaban entre las sales y devoraban barcos. Aun hoy, el mar que llega estas costas sigue acumulando historias, pues solo los más valientes regresan. Muchos de los que levantan velas se quedan para siempre en altamar. Por eso también es conocido como el mar de la muerte. Los antiguos celtas representaban estas historias con esculturas sobre los barcos de piedra, los que quedaron hundidos en las profundidades.
En realidad el punto más occidental de Europa es Cabo da Roca, en Portugal, tras el cual se encuentra América, pero como los mundos siguen terminando en muchas partes y de muchas maneras, sigue siendo Finisterre y no Cabo da Roca el lugar que guarda los relatos más aterradores sobre navegantes y náufragos.
Una noche, en mitad de un desvelo, encontré unos tiquetes baratos. Un par de días después, emprendí camino... no hay que dejar ningún pendiente.
Para llegar ahí hay que pasar algunas horas en tren desde Porto, en Portugal, y otras más desde Santiago de Compostela en un bus que rueda sobre una carretera curva. Casi nunca me mareo en los viajes, pero los constantes giros del camino y la ansiedad por llegar ahí me llenaron de nauseas todo el trayecto... Dijo alguna vez el manager de artistas, Fernán Martínez, que el tamaño de los barros que salen en la cara de los artistas dan una dimensión de la importancia de los conciertos. Las nauseas rumbo a ese final de leyenda eran también como el anuncio inaugural de algo importante. Cuando estaba a punto de vomitar, el bus se detuvo. Ya estábamos ahí.
Me bajé en ese pueblo que por esos días de temporada baja estaba desolado y caminé sus calles una a una. Era tiempo de lluvias, y las tormentas habían caído con fuerza justo hasta antes de que yo llegara, pero los cielos se abrieron para recibirme y el sol me acompañó todos los días que pasé frente al mar. Apenas me monté al bus de regreso, se soltó de nuevo la tempestad.
Me hospedé en la casa de una mujer que estaba explorando la historia de las muixas, las mujeres brujas que usaban su sabiduría para conectarse con la tierra y hacer magia con su poder. Las mismas que huían a los bosques cuando los inquisidores las perseguían para quemarlas. Y junto a mi anfitriona recorrí varios sitios mágicos: un templo de la fertilidad, el templo de San Guillermo, en donde las parejas se reúnen hacer el amor sobre una piedra desde la época de los celtas. Una cueva de piedra que se abre justo al lado, dicen, es el umbral a otras dimensiones. El paisaje era tan amplio que no supe en cuál dimensión continué el camino.
También encontré una piedra en forma de pájaro, una de las tantas que ayudó a ocultar a las muixas para liberarlas de las llamas. Las piedras mágicas, como se las conoce en ese lugar, servían a las mujeres para hacer conjuros, ayudar en los partos y curar a los enfermos. Dicen que si uno mueve una roca puede pedir un deseo. Yo solo quería estar ahí.
Algunos pasos más allá encontré la punta del dragón, una montaña saliente que termina con la cara del animal contra las aguas. Él, que desde ahí vigila los mares y a los marineros.
Recorrí la costa y vi las aguas hacerse espuma en playas como las del Mar del Fora (llamado así como homenaje al nombre que los romanos dieron al océano Atlántico) donde la fuerza del océano se encuentra, brinca y se mueve en distintas direcciones. Las revolución de espumas me mostró que el destino de la ola ya no es la playa... el destino es como el de los peregrinos que nunca llegan: es el andar, la aventura del proceso como el que viaja a Ítaca y sabe que no es Ítaca lo que verdaderamente importa. No es llegar, sino las enseñanzas del camino.
Y nadie sabe mejor sobre eso que el peregrino que nunca llega... la escultura de un hombre detenido en mitad del trayecto, a pocos pasos del faro que marca el final. El hombre de piedra es un caminante eterno, el caminante que acompaña los caminos y retiene todas las lecciones del trayecto.
Yo llegué hasta el faro y desde ahí pude ver el agua que se arremolina y choca con fuerza contra las piedras, el viento que sopla y el mar en su inmensidad que se expande. En ese lugar termina el viaje de los peregrinos de Santiago que llegan a quemar el pasado en prendas de vestir a las que les prenden candela. Mi final era un comienzo, no era momento aun de deshacerse de las telas.
En el puerto de Finisterre (Fisterra en gallego) no hay yates ni barcos de lujo, solo las pequeñas barcazas de los pescadores que se aventuran todos los días al mar en busca del sustento. "La pesca nunca es buena pero igual tenemos entrar al agua todos los días", me dijo un pescador que recogía las últimas redes del día, con ese mismo tono quejumbroso de los pescadores en todo el mundo, que enfrentan un mar en tiempos de cambio climático, sobreexplotación y escasez. No hay lujos aquí, no hay excesos... Como fin del mundo, en Finisterre ya los excesos han perdido vigencia... solo queda el trabajo humilde: los hombres que se rebuscan en el mar y las mujeres que labran la tierra mientras aguardan su regreso, si es que regresan.
Ahora tenemos los viajes suspendidos, las velas en tierra. Pero la vida continúa aunque el fin, el de siempre, siga estando cerca.
Texto y foto: María Clara valencia.