Jugando con las teorías
Viajar adentro y permitirse el asombro, como si viajáramos en un espacio amplio, aunque lo único abierto sea la posibilidad de exploración interior.
El asombro... a puerta cerrada el asombro se dificulta. El mundo visto desde la pantalla pierde el detalle de los sonidos, de los olores y del tacto. El asombro multisensorial, el que no entra por los ojos se enreda entre los vericuetos del adentro, entre las tantas horas que pasamos frente a la pantalla.
Eso lo entendí hace años cuando escribí mi tesis de literatura sobre '4 años a bordo de mí mismo', la novela en la que Eduardo Zalamea Borda recorre la Guajira en medio de una exploración juvenil llena de sensaciones, sales, arenas y de erotismo. Mi trabajo fue sobre el viaje del héroe, un héroe íntimo cuya heroicidad se manifiesta en la valentía de la aventura, en la apertura y en la posibilidad del autodescubrimiento a partir de lo abierto. Mi análisis giró en torno a distintas teorías sobre el instante, el romanticismo que se opone a la modernidad y sobre el erotismo. Joseph Campbell es el nombre que más recuerdo entre las teóricos que inspiraron ese trabajo.
"El exilio es el primer paso de la búsqueda. Cada uno lleva todo dentro de sí mismo, por lo tanto puede buscarse y descubrirse dentro de él", decía Campbell en 'El héroe de las mil caras'. El viaje, entonces, siempre es interior, como el que transitamos en estos momentos de encierro. Cuando es exterior y va cargado de paisajes nuevos, es también un viaje interior porque somos nosotros mismos enfrentados al mundo, entendí. El asombro es un instante de conexión, conexión interna o de conexión del yo con el afuera.
Asombrarse en el adentro para sentir que no nos estamos enterrando vivos mientras las coronas siguen abriéndose paso... Esa es una misión de la cuarentena. Soy de recorrer, de andar, de sorprenderme con los paisajes y con los detalles, pero por estos días el andar no supera el límite de las escaleras. Por eso hay que rebuscarse las formas del asombro entre lo pequeño: los olores que salen de la cocina antes de las comidas: el aguacate convertido en ensalada y postre, el plátano entre el aceite, las carnes mientras se mezclan con las salsas, la arepa sobre el sartén; el olor del café que es siempre una esperanza mañanera.
También la sensación del tapete mullido bajo los pies; el frío de la baldosa; la sensación de las cobijas que van cogiendo forma sobre el cuerpo; las corrientes de aire que revolotean por la cabeza como bailarinas y que se encuentran en torbellinos cuando hay dos puertas abiertas; el martilleo de la obra que crece cerca y que a veces suena como una revolución de tambores, como una batucada extraña en la que domina un llamador y a la que le siguen distintas percusiones... las aves que revolotean en la ventana; la conversación de los pájaros mientras intentan apoderarse de la comida. El asombro es íntimo por estos días. La luz que se cuela por las ventanas; el repicar de la lluvia obre el techo; el sonido del trapeador mientras moja los pisos; el chas chas de la escoba; la campana de las puerta que anuncia la llegada del rebaño, como si colgara del cuello de alguna vaca.
Removiendo los archivos de la casa encontré esa tesis de literatura, sobre la novela que Eduardo Zalamea Borda publicó en 1934. Releyendo algunos apartados, vi algunas citas que me parecieron reveladoras hoy. Por ejemplo, leí algo de 'La Teoría de la novela' de Gyorgy Lukács sobre el instante, que es como este tiempo suspendido ya por meses en el adentro: "La vida entera como el acontecimiento progresivo de su presente vivo a partir de un pasado cuyo recuerdo condensa el flujo", decía en la página 138 de la edición publicada en 1974. El pasado solo es importante en tanto manifestación esporádica del sentir del presente, explicaba yo en la tesis, a propósito de esa aventura de Zalamea por la Guajira que era una aventura hacia lo abierto, hacia lo desconocido que se vivía en el infinito presente del asombro. Ese pasado sigue siendo importante solo en tanto manifestación esporádica del sentir presente, ahora cuando los sentires a puerta cerrada son nuevos, a veces confusos, a veces risueños, a veces angustiantes, a veces pausados y siempre entre la incertidumbre y las preguntas.
Ahora, entre el recorrido de la escalera, la sala, la cocina y el cuarto, son pocos los espacios por descubrir, pero aun así existe la posibilidad del asombro ante los archivos que se desempolvan y ante la realidad que antes se pasaba irreflexivamente y hoy nos obliga a detenernos sentir y observar.
La ducha como una cascada que baja entre las piedras; el desayuno como una cosecha recién sacada de la tierra; desperezarse como si tuviéramos el amanecer, las montañas o el mar en frente, la posibilidad de una vida abierta; caminar como si adelante la vista no alcanzara; subir escaleras, como si nos enfrentáramos a las más espigadas montañas; bajar, como si al fondo nos esperara el océano; comer como cazadores con el fusil aun caliente o la cuerda del arco aun temblando; enfrentarse a la pantalla, como quien se para frente a un universo infinito en luces, posibilidades y palabras.
Caminamos entre las paredes como el que camina en un espacio enorme, como si fuéramos vagabundos errantes y no nos dirigiéramos a ningún lugar certero; como si fuéramos viajantes al ritmo del viento, enfrentados al destino... el que ofrecen los muros, la puerta y las ventanas desde adentro.
En este escenario pandémico no es posible proyectarse. Todo es puro presente, instante suspendido en la fortuna de la vida, de la salud, que se renueva todos los días y todos los días bordea el abismo. Vivimos, como decía Milán Kundera en 'El arte de la Novela', "en un tiempo sin tiempo, sin principio, ni fin, y en un espacio sin fronteras", mientras la imaginación y el asombro así lo permitan, pese a las puertas.
Vivimos tiempos de oscuridad, si es que la luz alguna vez ha existido, pero esta oscuridad, que se manifiesta en amenazas agobiantes, invisibles y visibles, resulta también una posibilidad de encontrarse con uno mismo, de olvidarse de la vida inútil. Así lo decía Joseph Campbell, a propósito de los héroes, que hoy somos cada uno, capaces de ver nuestra propia luz en las tinieblas porque "la noche es el momento de mayor intimidad y la excusa perfecta para la exaltación individual y el pensamiento en solitario". Así, el confinamiento resulta una oportunidad para "combatir y triunfar sobre nuestras limitaciones históricas, personales y locales".
Dice Campbell que para crear un héroe se requiere un rito de iniciación tras el cual sigue un intervalo de retiro en el que se introducen los sentimientos propios del nuevo estado. Cuando finalmente el héroe se considera maduro, transformado, regresa al mundo normal, al cual debe enfrentarse como un niño recién nacido.
¿y nuestra heroicidad? ¿Naceremos de nuevo cuando se abran las puertas o no habremos aprendido nada? ¿Será este nuestro intervalo ritual para transformarnos con un nuevo nacimiento? O saldremos en manadas irracionales a enfrentar el mundo a las cornadas como hemos venido haciendo? No tengo esperanzas, tampoco certezas. Por ahora vivo suspendida en el presente de esta transición desde la ventana.
Texto y foto: María Clara Valencia