Amor a la Ilha Grande
Los lugares a veces revelan la posibilidad del amor, la posibilidad de la vida que se abre y que sonríe, de la vida que se hace instante, goce e inspiración.

Ha llovido por estos días, el cielo está nublado. No he visto la luna pero leo que anoche fue luna llena. Con razón me he sentido extraña, porque esas lunas se sienten en el ánimo. Las lunas llenas remueven emociones, alteran, iluminan, también inspiran...
Como cuando llegué a Ilha Grande. Pasé los primeros días en el hotel de un artista excéntrico cerca de la playa y luego alquilé una habitación por unos meses en la punta más alta de la montaña de Vila do Abraao, la capital de la isla. Así empecé una nueva vida, con un morral de pocas mudas y dos pares de zapatos.
Al día siguiente de llegar, me fui a explorar el monte. En medio del matorral encontré un altar: tenía algo que parecía una lengua de vaca, algunas plantas, velas y otros objetos sobre un mantel en el piso. De entre los árboles aparecieron dos mujeres. ¿Qué es esto? les pregunté. "Es un ritual, no se preocupe, es para atraer cosas buenas a la isla. Llévese estas plantas y báñese con ellas. Son un abrecaminos. Las necesita", me dijo una de ellas.
Me llevé mi manojo de hojas sin más preguntas y al llegar al hotel me hice un baño. Son los rituales de la macumba, me explicó alguien más. Un rato después volví a encontrar a Papito.
Por su culpa estoy aquí de regreso, le dije. Es su responsabilidad. Ahora tiene que conseguirme un trabajo porque me voy a quedar.
Sonrió y me recomendó un lugar. Me advirtió que no permitiera que me dieran aplazamientos. "Le van a decir que vuelva el martes pero dígales que yo la mandé y que le deben dar trabajo ya". Así hice. A los dos días empecé a trabajar en una agencia que vendía paseos de barco: Lagoa azul, lagoa verde, Lopes Mendes eran tres de los destinos más solicitados. Ganaba apenas lo de la comida del día, pero en una isla rodeada de mar y de monte, no se necesitaba más. Para poder vender los destinos fui a conocerlos, uno a uno. Así pude darle varias veces la vuelta a toda la isla en barco. Ahí están prohibidos los carros, lo demás lo hice a pie. El silencio de los motores era ideal para mí.
Pocos días después conocí a Paulista, un hombre rústico con modales del campo, que meses después se haría mi novio. También conocí a Gaúcho, su mejor amigo de entonces. Gaúcho y yo nos vimos y supimos desde ese instante que estábamos conectados. Una semana después, Gaúcho y yo conversábamos como amigos de toda la vida. Nuestras historias parecían continuaciones de otros tiempos, era como si en otra vida hubiéramos dejado las charlas en pausa y en esta nos hubiéramos reunido a retomarlas, como si no hubiera pasado el tiempo entre la vida anterior y esta que nos juntaba de nuevo.
Él vivía rodeado de mujeres, ninguna de las que paraba en la isla podía resisitirse a sus encantos. Yo me reía porque era un seductor increíble. Mientras tanto, su amigo Paulista y yo vivimos una historia de amor isleña, rústica y divertida, que nos duró varios meses.
Vivir en la Ilha Grande era un sueño hecho realidad, con lo que la realidad implica: trabajos absurdos, desconciertos, engaños... aun así ese lugar, poderoso y bello, era una revelación para mí. Vendí paseos de barco un par de meses. Al principio con vergüenza por un oficio que era tan distinto al mío. Yo ni sabía cómo aproximarme a la gente en un idioma que además no dominaba.
"Esta no es la ciudad, esta es una isla. No espere encontrar aquí lo que está tratando de dejar atrás. Reciba lo que la isla le ofrece como es", me dijo un día Gaúcho, que había dejado la gerencia de un banco para irse a vivir ahí a alquilar kayaks. Solo entonces empecé a soltar y a disfrutar a plenitud esa vida que había elegido. Fui tan feliz, que alguna vez un turista me dijo que solo quería comprarme los paquetes turísticos a mí porque yo hablaba con tanto amor de esa isla que él quería recorrerla con una mirada como la mía.
De los paseos de barco pasé a la recepción de una posada en la que duré tres días, hasta que me pidieron, además de lavar la loza, encerar el piso... de ahí me fui a gerenciar otra posada (demasiada responsabilidad para un sabático) y de ahí de recepcionista y bartender de una más. Mi último trabajo fue como guía de barcos. Es que yo le tenía tanto amor a ese lugar, que contar sus historias y detallar sobre cada rincón a bordo de un barco pirata me hacía enormemente feliz. Fue Papito, también, quien me consiguió ese último trabajo.
En la isla pasé varios meses de una vida semisalvaje y semidesnuda, en medio de grupos de gente que huía, cada uno de lo suyo: de los amores, de las tristezas, de las rutinas y se rumoraba que algunos huían de la justicia, pero como cada uno contaba la historia que quería y la única certeza eran los apodos, solo sabíamos de los otros lo que cada uno quería decir. Nos unían la intuición frente a nuestras energías y la isla, nada más. Con el tiempo también lo hizo el cariño.
Ilha Grande era un lugar de personajes variopintos: el seductor Gaúcho con ese cuerpo perfecto y ese encanto irresistible, un enfermero que huía del divorcio; un pescador de muchos mares que cocinaba en el mismo barco y compartía el pescado cuando uno pasaba nadando cerca de su bote; un profesor de educación física que decidió instalarse a vivir en un viejo velero; una pareja de profesionales que había cambiado la vida en Londres por abrir el único café de la isla; un hombre con aspecto de pirata que nos acogía en su barco con frecuencia; Paulista, que trabaja en todo un poco, y el maravilloso Palma, un veterano paracaidista acrobático que compartía su casa y enormes cajas de vino con un montón de mujeres a quienes les daba posada ocasionalmente. Yo era unas de ellas.
Pasamos largas horas entre copas conversando sobre sus tantas acrobacias desde el cielo, sobre los cientos de experimentos que hacía para reducir los desperdicios y proteger la isla de los daños ambientales, sobre sus años en el ejército de Brasil, sobre la política del mundo y claro, sobre las anécdotas de esa isla amada en la que los dos habíamos decidido hacer estación. Tenía 72 años años, tres hijos y una esposa difunta, pero por esos días me confesó que se había enamorado por primera vez en su vida, de una de las mujeres que llegaban ahí. Ella no le ponía atención y él sufría enormemente en silencio. Él era el dueño del único periódico del lugar: O Eco Jornal da Ilha Grande, del que me convertí en colaboradora ocasional.
También estaba la bella Karine, una curitibana que empezaba a explorar el mundo y que se convirtió en mi gran amiga del momento; una artesana que vendía joyería de lata y piedras en un puesto callejero de la playa y que se tomó una casa a punto de caerse como vivienda; Gigi, una veterinaria argentina que había preferido la aventura a la medicina animal y tantos más... estábamos ahí, en una vida que era puro presente, éramos el ahora en su infinita posibilidad. Éramos lo que sentíamos, sin camisa, sin zapatos, en una vida que transcurría entre matorrales y frente al mar.
Así se nos iban los días entre conversaciones y cervezas, fiestas, guitarreos, tardes de remo, comidas comunitarias, largas caminatas, monos, navegación, nado, tortugas, caracoles y mantarrayas.
¡Gloria a Deus!! Era el nombre de uno de los barcos que viajaba a Lopes Mendes todos los días... y eso mismo nos íbamos gritando entre risas cuando nos caía la tarde navegando en el mar.
La Ilha Grande fue para mí un renacimiento, tan importante, que en esos meses mi cuerpo aligeró sus tensiones y se dejó llevar. En esos meses hasta mis dedos volvieron a tocar la guitarra. Mis brazos se hicieron unos con el remo, mis piernas y mis pies fueron andar y también aletas. Mi sonrisa, volvió a ser amplia y las sombras ya no taparon más la luz.
Pasaron los meses... pasaron días de descubrimiento, días de reflexión, días de movimiento y conexión, días de agradecimiento de rodillas frente al mar. Un marino francés que paró por la isla me dijo un día que pronto iba ser momento de levantar velas, porque él sabía que para mí Ilha Grande era solo el comienzo de un camino que no tenía vuelta atrás. Tiempo después, sentí que había llegado el momento de partir.
Los meses en la isla, entre amigos, entre el monte y el agua, me abrieron los caminos que se anunciaron entre magias, me devolvieron la felicidad tan anhelada; me quitaron los miedos y me dieron la claridad que necesitaba para seguir: voy a contar historias sobre medio ambiente, es a eso a lo que voy a dedicar mi vida, me dije.
Salí de la isla entre lágrimas aunque sabía que era el momento de partir. Mientras el barco se alejaba cayó la noche, miré hacia el cielo y esa misma luna roja, redonda y grande estaba ahí. Sonreí. Todo va a salir bien.
Texto y foto: María Clara Valencia.