Las aguas del fin del mundo
Entre aguas dulces y saladas, nos hemos jugado la vida siempre, entre bocas de ceniza, bocas de agua y de viento que mantienen nuestra vida al límite
Estos días a veces parecen los del fin del mundo, con todos en casa, a la expectativa, acumulando cifras y temores, a la espera de que nos llegue el juicio final. Pero como las estadísticas de la pandemia parecen demostrar que sí habrá sobrevivientes, el confinamiento pierde esa dimensión de espera ante lo inevitable. Alguna vez sí sentí que había llegado al fin del mundo. Vivía en el Caribe y junto con unos profesores decidimos ir a conocer Bocas de Ceniza, en la desembocadura del río Magdalena.
Lo primero que vimos al llegar fueron decenas de restaurantes que ofrecían los pescados que salían, algunos del mar, otros de esa desembocadura que expele olor a cañería tras recorrer los 1.528 kms que atraviesan el país. Es que al Magdalena le han caído toneladas de basuras, contaminación y también los muertos de la guerra.
Luego vino el tren o lo que quedaba de él. Había una carrilera maltrecha que alguna vez funcionó de verdad, pero sobre la que algunos hombres, los que quedaban de esas épocas de "gloria", montaban un carrito que hacían mover rústicamente con motores hechizos, ruidosos y llenos humo. La carrilera se rompía en varios tramos y varias veces había que cambiar de vehículo para quedar al tramo opuesto de la rotura y seguir camino. Mi sensación era de que éramos los últimos que usaríamos ese tren. Éramos los últimos de un camino agónico. Detrás nuestro no quedaba nada más que fantasmas de lo que alguna vez fue. Era el tren del fin del mundo, o del fin del Magdalena que parecía lo mismo.
El tren llegó hasta el punto que lo que quedaba de carrilera permitió y de ahí emprendimos camino andando entre piedras y palos, amontonados como después de una debacle, atravesando unas casas diminutas colocadas en el espacio de un andén, con el mar a un lado y el río al otro. ¿Cómo serán aquí las noches de marea alta? Me preguntaba mientras avanzábamos entre las rocas y los desperdicios de botellas.
En la punta finalmente esa barrera diminuta que dividía el agua salada de la dulce desaparecía y unas olas enormes se tomaban el paisaje. Vi un pequeño barco a lo lejos que se bamboleaba con la fragilidad de un barquito de papel. Y sin embargo resistía, igual que los hombres del tren.
A un lado el mar en su grandeza infinita, detrás un angosto corredor de piedras condenado a ahogarse entre las mareas y decenas de casas que se sostenían de maneras surreales. Los pescadores lanzaban sus hilos desde las orillas... casi todo era orilla.
Era el fin del mundo, porque el fin de ese universo frágil estaba a dos pasos, dos carriles, dos días, dos aguas...
La fragilidad, reflexiono ahora, no es solo cuestión de las coronas. Hemos sido frágiles desde siempre. No hace falta tener la boca de ceniza para vivir al filo de las aguas. Somos la especie que navega entre corrientes dulces y saladas, excedidos casi siempre en nuestras formas, retando la vida que sigue su curso entre estrechos andenes de botellas, palos y piedras, a punto de colapsar.
Texto y foto: María Clara Valencia