Las locuras del adentro

24.04.2020

Perder la cordura mientras estamos adentro... ¿Acaso hemos estado cuerdos alguna vez aceptando la "normalidad" de este mundo de locos? 

A puerta cerrada... convertidos en el reflejo de un volcán a punto de erupcionar. Sacando ideas como humo, mirando la ventana como si afuera hubiera un camino.
A puerta cerrada... convertidos en el reflejo de un volcán a punto de erupcionar. Sacando ideas como humo, mirando la ventana como si afuera hubiera un camino.

En estos días muchos dicen que se están volviendo locos en el encierro, muchos empiezan ya a conversar con las paredes y a buscarse la cola como los perros rabiosos. A mí el confinamiento me pasa en relativa calma, aunque sí me ha traído a la mente los meses que pasé en un centro de salud mental. 

No, no era una de las internas, aunque bien pude haberlo sido. Quien no se sepa un poco loco en este mundo, está jodido.

En realidad estuve esos meses como voluntaria en un centro psiquiátrico de Washington D.C. Quedaba en Columbia Heights, que por entonces era un barrio de bajo mundo, en esa cuidad de altos mando y grandes riquezas. Hace poco supe que se había convertido en un barrio de moda. En ese entonces decían que D.C. era una de las ciudades de los Estados unidos que más acumulaba demencias... muchos andando por las calles obsesionados con matar a los poderosos. Estábamos bajo las órdenes de George Bush y septiembre 11 no había cumplido el año. Yo había llegado ahí a hacer una pasantía corta con la OEA y como llevaba meses contando cuentos para niños, un médico que conocí no sé dónde me invitó a ir al centro. Primero me dijo que querían crear un programa para distraer a los pequeños del lugar, pero después me dijo que se habían quedado sin presupuesto para ello y me invitó a contarle cuentos a un grupo de adultos con distintos problemas psiquiátricos. Ha sido una de las experiencias más lindas y enriquecedoras de mi vida. 

Algunos pacientes venían de años en la calle con una historia ya creada, entonces para los médicos era un desafío descifrar su origen y las historias reales. Uno de ellos era un paciente con sida y problemas de depresión que además un día decía que era de la realeza española y al siguiente un afamado arquitecto. Otro de ellos era compulsivo y solía meterse en líos porque acumulaba deudas y problemas. También había una mujer que veía santos en todas partes. A uno de ellos que se encontró en un bus, pudo ser san Martín o san Pablo, le regaló su argolla de matrimonio en medio de bendiciones.

Otro más tenía problemas de afasia y muy de vez en cuando podíamos entender lo que decía. También había alguien que acumulaba ansiedades y siempre se reía nervioso. Pero mi personaje favorito era un cubano que se presentaba diciendo que él era un científico genio avalado por la Casa Blanca. Decía que había encontrado la fórmula para hacer a los sordos oír y para detectar las drogas a partir del aliento. Andaba por el centro en pantaloneta, sombrero costeño y bata de médico. Cargaba siempre la carta de la Casa Blanca.

Alguna vez, alguien en el centro me contó que él se obsesionó con informarle a la Casa Blanca de su invento y los llamó y les escribió a diario durante meses, hasta que en la Casa Blanca, inquietos, decidieron investigar quién era. Cuando supieron que era un interno, mandaron la carta avalando que era un científico genio. Se detuvieron las llamadas pero él andaba con esa carta para todas partes como un tesoro. Era su carta de presentación.

Yo llegué a contarles historias para niños, las mismas que contaba todos los fines de semana en un parque frente al mar cuando vivía en la Florida. Ahí fui a estudiar mi primera maestría. Yo les decía que las historias las había vivido y visto en mis tantos viajes por el mundo... pero las primeras sesiones fueron difíciles porque los pacientes llenos de pastillas se quedaban dormidos. Los que se mantenían despiertos, me armaban alboroto porque los peces no hablan, ni los cangrejos, ni el mar y esas historias no podían ser ciertas. Demoré la mitad de una mañana explicándoles que no importaba si eran reales o no, siempre y cuando los divirtieran y aprendieran algo. Así logré contener una revolución.

Para mantenerlos despiertos y alerta se me ocurrió una idea: la audiencia quedó a cargo de los efectos especiales. Así, cuando hablaban los pájaros en el salón se hacía un bullicio de cantos. Uno de ellos solía lanzar cacareos de gallina y kikirikis entre carcajadas. Cuando pasaba el viento, el salón se estremecía entre sonidos de maracas y golpes en las mesas y en el piso. Era una fantasía de efectos sonoros que cualquier producción hollywoodense hubiera envidiado.

La psicóloga que estaba a cargo de la sesión decidió seguir el juego y consiguió multitud de instrumentos para que cada uno se transformara en el sonido que quisiera ser. Después de cada historia, inventábamos actividades que a la psicóloga le servían para tomar nota e ir descifrando a sus pacientes. Hicimos pinturas, canciones, foros...

Yo solía preguntarles qué era lo que más les había gustado de cada cuento, pero en su memoria un instante después solo se había quedado una escena o una frase. Debido a su condición, me explicaba la psicóloga, ellos tenían recuerdos de muy corto plazo, pero lo que recordaban era lo que tenía que ver con su propia vida. Así, ese juego de historias se convirtió en una estrategia terapéutica deliciosa. Lo mío era solo contar y jugar con ellos mientras las psicóloga llenaba largas páginas de notas.

Agotados los cuentos al poco tiempo, le pedí a la psicóloga que me explicara qué era lo que tenía cada uno, para empezar a buscar historias que les hablaran a ellos y que pudiera generar pistas para sus diagnósticos y tratamientos. Así fue como al compulsivo le llevé la historia de la Cucarachita Martínez, de David Sánchez Juliao (David quedó fascinado con la anécdota años después cuando nos conocimos) y al médico genio le llevé algo sobre descubrimientos que ya no recuerdo.

Pasé unos cuatro meses yendo todas las semanas a Andrómeda Transcultural, así se llama el centro, hasta que me salió un trabajo en El Paso, Texas.

Los detalles de la última sesión aun los conservo en mis cajones, pues la psicóloga les pidió a todos hacerme tarjetas de despedida. Ella me entregó unos aretes de plumas que guardo como tesoro y el famoso arquitecto me hizo un diploma a la creatividad.

Yo les escribí un cuento en el que les contaba de una mujer que había llegado a ayudar a una gente pero que en el camino se había dado cuenta de que eran ellos los que la habían ayudado a ella a contener las tristezas, las angustias y las inseguridades. Ella llegó a mostrarles camino entre los cuentos, pero habían sido ellos los que le había abierto la vía. Demoraron en entender que de quienes hablaba era de ellos, pero luego algunos sonrieron. Tras la historia, el científico genio exigió que las siguientes semanas yo llegara más temprano, también quería verme más seguido. Imagino que a la semana siguiente tuvieron que explicarle de nuevo que yo ya no volvía.

Pero de ese último día al que más recuerdo es a un hombre, cubano también. Yo le tenía miedo porque siempre entraba tirando puertas y le gustaba hablar duro. Con la misma brusquedad de siempre, se acercó y me entregó un papel. Él no sabía leer ni escribir. Cuando lo abrí, vi que estaba lleno de corazones.

"Si ve todo esos corazones que están ahí?", me preguntó con la rudeza de siempre. "Son los corazones de la gente de este hospital. Usted se los está llevando todos".

Me he quedado pensando que quizás enloquezcamos todos mientras estamos adentro... O quizás, la locura del encierro nos permita abrirnos nuevos caminos, nuevos cantos, nuevos vientos. Locos todos... ¿acaso ya no lo estamos y lo está el mundo sin necesidad de confinamiento? Quien crea que puede permanecer cuerdo en este sinsentido, está jodido. 

Texto y foto: María Clara Valencia

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar