Las miradas que abren caminos

07.11.2020

Observarnos, comprender con los ojos... hacer de la vista una puerta abierta, una revelación que ayude a guiar el andar... 

Una de las primeras imágenes que ví hoy al despertarme fue un ave grande que se posó en la rama de un árbol frente a mi ventana. Lo ví mover las alas y supe que era un visitante extraño por estos lados. Lo supe porque paso horas mirando la ventana y conozco bien a los visitantes habituales. Salí de la cama de un brinco y tomé la cámara... entonces pude verlo bien: pico de rapaz... era un gavilán, un Buteo platypterus, según me contaron horas después en un grupo de observadores de aves al que me uní hace poco... Me dicen que es migratorio, que viene del norte y que su llegada seguramente anuncie el arribo de otros más. Me contaron que tiene sus crías en Norte América e inverna desde el sur de Florida y el sur de México hasta Bolivia y el norte de Brasil. Un regalo hermoso que me dio la naturaleza esta mañana. Cuando estiré el zoom para tomarle fotos, ví que me miraba. Esta mañana gavilán y yo nos saludamos. Después emprendió vuelo, como lo hace la gente libre....

Su mirada... y su visita mañanera me llenaron de energía, de entusiasmo; dejó mis ojos  conectados a los suyos, tan atentos, tan potentes.

Su mirada, además, me dejó pensando en lo que los ojos significan, en lo que las miradas revelan, en la manera como conectan...

El cierre del mundo me cogió en el campo, en una finquita familiar a la que fuimos a pasar la angustia por un monstruo que se avecinaba sin que lo entendiéramos. Claudia López, alcaldesa de la capital, dio la orden de cerrar Bogotá y en mi familia nos miramos los unos a los otros temerosos de no poder regresar a casa.

Bajé al pueblo que conozco de toda la vida a comprar víveres sin saber para cuántos días y por primera vez lo sentí hostil, lleno de miradas prevenidas, de distanciamientos sospechosos, de miedo. Crecí yendo a ese pueblo y de pronto era otro, un pueblo extraño en el decidieron atenderme desde la puerta en un almacén. Yo, venida de la ciudad, era una fuente de contagio, pensaban. Quizás así era...

Siempre había dado por sentado ese pueblo y esa finca familiar que ha sido un segundo hogar para todos nosotros, pero de un momento a otro cerraron la puerta. Y yo sentí correr por mi espalda, tan maltrecha por esos días, el dolor de un mundo que cambiaba por completo.

Desde entonces, hace ya 9 meses, no le doy la mano a nadie. Dejamos de darnos la mano. Nos convertimos en mirada.

Regresé angustiada a la finca, intentando contener la opresión para no preocupar a mis papás y decidí ir a consolarme con una vieja amiga... una yegüita negra que ha recorrido los mismos potreros por tantos años que ya, cansada, da muy pocos pasos. Me acerqué y me quedé mirándola, me miró... nos miramos fíjamente unos minutos hasta que extendí mis brazos. Y entonces se acercó y se quedó ahí quieta largo rato dejandose abrazar mientras se me escurrían algunas lágrimas. Su cara contra la mía, su respiración junto a la mía... y sobre todo su mirada. Sus ojos que se me quedaron viendo y entendieron mi tristeza, entendieron mi abrazo. No hubo necesidad de palabras. La yegua no es muy de tocar, pero ese día bastó con mirarnos a los ojos para que ella supiera cuánto necesitaba su cercanía.

La mirada... ahora que la bocas han desaparecido y las manos, los besos y los abrazos permanecen distantes, lo que nos queda es mirarnos y comprender.

Estuve en la cumbre del clima de París en 2015, ahí donde finalmente se firmó un acuerdo que nos dejó soñar por un minuto. Ese mismo acuerdo que hoy varios líderes del mundo se niegan a cumplir. Ahí conocí un hombre sobre un bote que recorría el río Sena mientras a bordo se llevaba a cabo un ritual indígena entre bailes, cantos y humo.

Nos quedamos charlando un rato largo sobre el apoyo que él le brindaba a los indígenas para el lanzamiento, ese día, del Santuario bioregional marino Embera-Wounaan que comprende 370 kilómetros de línea costera en Panamá. Él había ayudado a crear los mapas para delimitarlo. Ese día empezaba la lucha para que el gobierno panameño reconociera el territorio.

Declarar ese lugar Santuario había tomado años de reuniones entre las comunidades, años de miradas y saberes, años de recorridos y reconocimiento, años de conexión. En algún momento este hombre se acercó al asunto y terminó involucrándose en el proyecto.

En esa conversación prolongada, como quien olvida que su interlocutor es periodista, él terminó contándome su historia más íntima, una historia que, según dijo, había narrado a muy poca gente. 

Él, norteamericano, había hecho mucho dinero en el sector financiero. Un día unos amigos lo invitaron a navegar en un yate por unas aguas canadienses que por entonces enfrentaban una enorme polémica porque estaban próximas a un proyecto petrolero. De repente sintieron que del agua salió un soplido... las ballenas estaban ahí. Se acercaron tanto que llegaron casi al borde de la embarcación. Entonces una de ellas salió del agua y en un instante clavó su mirada en él. Todo pasó en un segundo pero él pudo ver su ojo y sentir cómo su mirada le traspasaba todo el cuerpo.

El ojo de la ballena mirándolo fijamente le entró como un escalofrío. Desde esa tarde ya no fue el mismo. Su ojo y el de ella se conectaron.

Días después leyendo las noticias se enteró que un derrame de contaminantes había matado a un grupo de ballenas que nadaban justo ahí donde él había estado. Para él fue claro que esa ballena se había acercado a pedir ayuda. Él no había hecho nada y no pudo evitar sentirse culpable porque ese ojo que se le quedó viendo estaba rogando socorro. La noticia lo estristeció largos meses, pero ajeno al mundo del ambientalismo no supo qué hacer, así que la vida siguió hasta que un día por casualidad terminó yendo a un encuentro de indígenas en Canadá. Al llegar, el jefe del clan lo recibió diciéndole que lo estaban esperando, que ya sabían que él vendría porque estaba conectado al ojo de la ballena.

Ese día le cambió la vida. El sector financiero quedó atrás. Desde entonces, me dijo, estaba dedicado a ayudar a las comunidades a proteger los territorios, asesorándolos en la creación de mapas para que pudieran delimitarlos.

La tarde que nos conocimos terminamos yendo juntos al castillo Millemont, a pocos kilómetros de París, para presenciar una ceremonia que unía distintos rituales de indígenas de todo el mundo como un intento por llamar la atención sobre la importancia del conocimiento tradicional para salvar al planeta del cambio climático. En un momento de la ceremonia lo perdí de vista... nunca más he vuelto a saber de él, pero su historia me quedó grabada entre los ojos y el alma.

En la tarde de hoy, sorpresivamente, Facebook me alertó de que Jane Goodall, la mujer que cambió la percepción científica frente a los animales y que es un referente en mi vida, iba a dar una charla en vivo. Como de costumbre, habló de la sensibilidad de los animales, del famoso abrazo que un chimpancé le dio antes de ser liberado, habló de la inteligencia de otras especies, de la necesidad de protegerlas.

Y remató hablando de las decisiones diarias. "Cada día tenemos la opción de elegir cuál será el impacto que causaremos al medio ambiente con nuestras decisiones", dijo antes de colgar la videollamada. Yo miré hacia la ventana, de nuevo. Ojalá tenga un buen viaje ese gavilán aliancho, ojalá su mirada también ayude a guiar mi camino para proteger nuestros bosques, pensé. El gavilán suele viajar entre áreas forestadas y aunque el número de especímenes es relativamente estable, las poblaciones están declinando por fragmentación de bosques, leo. ¿Acaso vino a pedir ayuda?

"Lo mas importante es entender el esfuerzo que hace la naturaleza por equilibrarse. Estos gavilanes hacen un largo viaje para evitar el invierno del norte y llegan a nuestro territorio para fortalecerse, sobrevivir y volver a su hogar", me dijo alguien del grupo de observadores.

Texto: María Clara Valencia.

Fotos: María Clara Valencia y Sanctuary Publishing. 


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