Los Quijotes que fuimos

07.07.2020

La vida la vivimos entre historias... entre cuentos y narraciones que nos permiten imaginar y viajar por las lecciones y los recuerdos. 

La Universidad Nacional... ahí donde vivíamos entre realidad y fantasía
La Universidad Nacional... ahí donde vivíamos entre realidad y fantasía

Seguimos a puerta cerrada aunque al cruzar la calle ya se encuentran congestiones, montoneras en las filas del bus, locales llenos. Las tiendas abiertas con una bioseguridad no quiere decir mucho en la vida real. Entre las decenas de excepciones para andar afuera cabemos todos, o casi todos.

Los cines no, ellos aun no abren. Por eso las nuevas producciones hacen lanzamientos en línea mientras se preparan los anunciados autocines, que son una solución pandémica que nos devuelve al pasado. Mientras se abren las puertas para ver películas con el carro a puerta cerrada, el movimiento cinematográfico continúa. Por estos días la Universidad Nacional lanzó la Película 'un tal Alonso Quijano', que narra la historia de un profesor de literatura que va perdiendo las diferencias entre fantasía y realidad a medida que avanza en su clase sobre el Quijote. El escenario es esa misma universidad donde yo estudié literatura y el profesor pudo ser cualquiera de los que me enseñó entonces... mis profesores, recuerdo, eran personajes tan surreales que solo eran posibles en esa Universidad pública, donde la cordura y la locura conviven para poder hacer de ese lugar un espacio de creación. Estudiábamos literatura transitando siempre en esos límites tan difusos entre la realidad y la fantasía, andando los mismos rumbos del tal Alonso Quijano.

La Universidad Nacional... recuerdo a un profesor, era un sabio de la semiótica pero hacía algunos años había pasado por una cirugía fallida que lo había dejado con amnesia. Aun así, seguía dictando clases porque con los tantos años que llevaba enseñando se había convertido en un hijo adoptivo del alma mater. A veces nos reconocía cuando lo cruzábamos por la universidad y otras veces no. Las historias anteriores a su accidente eran una leyenda que se mantenía en ese espacio difuso por el que transitábamos todos. Decían que antes hablaba cerca de siete idiomas, pero al despertar solo recordaba el francés. Decían que le tomó tiempo recuperar su lengua materna. Decían que en sus épocas de gloria había sido amigo de Humberto Eco y de Julio Cortázar.... cuando yo lo conocí, repetía las clases una y otra vez como si se mantuviera en un tiempo detenido.

Se contaba por los corredores la historia sobre la clase en la que él decidió relatar sus anécdotas con Cortázar para ilustrar alguna teoría. La narración sobre el escritor se hizo en un tiempo presente tan reiterativo que generó extrañeza entre sus alumnos. De repente, un estudiante interrumpió y le dijo: Cortázar ya está muerto. Decían los compañeros que él había quedado estupefacto. ¿Cómo? ¿Cortázar ya se murió? Preguntó lleno de angustia. Ya murió, le respondieron. Temblando en ese instante de realidad, salió de clase despavorido dando un portazo. Al día siguiente estaba ahí de nuevo, dictando su misma clase repetida que los estudiantes escuchábamos con paciencia y atención. De vez en cuando se le salía un dato nuevo, alguna clave que podíamos seguir para entender las teorías sobre el lenguaje y sus vericuetos como un hilo y ya no como una madeja enmarañada en el presente.

También estaba el profesor de literatura española. Hablaba del siglo de oro en un tono bajitico y parado en desequilibrio mirando hacia la ventana. Yo me pasaba la clase, en primera fila para poder escucharlo, con los brazos extendidos angustiada porque se podía desvanecer en cualquier momento. Cada clase de los varios semestres que vi con él sentí que podía ser la última. Recuerdo mucho que decía siempre que en la vida uno solo necesitaba dos mudas. La puesta y la que se está lavando, nada más. Con él aprendimos del Quijote. Él parecía salido del libro, era nuestro tal, Alonso Quijano.

Asistir a clases de literatura era un espectáculo que nos enseñaba más en el día a día que en la aulas formales. Mis mejores clases siempre fueron tomando cerveza en el bar de la esquina, ahí donde se había oficializado la oficina de un profesor, en las tiendas donde los profesores paraban de improviso, también en la casa campestre de uno de ellos que nos enseñaba sobre la Amazonia y los indígenas mientras nos cocinaba con especias traídas de la selva. La casa quedaba justo frente al cementerio y la había escogido  porque era el único sitio que los lugareños, por respeto a los difuntos, mantenían sin fiestas y sin música a todo volumen. Mientras nos hablaba de los espíritus del monte, nos  confesaba las tantas veces que pasaba en vela en esa casa, incapaz de bajar al primer piso, aterrado pensando en los muertos que quizás se levantaran a visitarlo. 

También teníamos clase entre el café y las galletas que otro profesor compartía decidido a hacer de las sesiones una reunión de onces para sus alumnas consentidas. Él nos llevaba a explorar archivos mohosos y nos enseñaba a leer manuscritos de la colonia a la vez que nos invitaba a jugar con libros sobre adivinación (que aun conservo) para explicar esas distancias entre la ficcionalización y la realidad de los procesos inquisitoriales en las Américas.

 También explorábamos la inmensa Bogotá con una profesora que nos sugería  montañas de páginas para entender su pasado y su presente y , quizás, imaginar el futuro. 

La vida universitaria también transcurrió en el cenicero, ese espacio hueco junto a sociología, donde las teorías literarias se evaporaban entre el humo de los cigarrillos... espacios todos que solo eran posibles en una universidad pública como la Nacional.

Hubo un profesor más... dictaba en los primeros semestres de arte. Lo conocí en el cerro del cable luego de un atraco con machetes que nos dejó, a mis amigos y a mí, sin zapatos y sin un peso. Él bajaba la montaña con una comunidad religiosa y decidió acogernos por ser también de la Nacional, aunque nunca habíamos estado en sus clases. Nos llevó a su casa a ofrecernos un café para pasar el susto. Uno de mis amigos le pidió el baño y al salir tenía los ojos desorbitados. "Tienen que ver lo que hay en el baño", nos dijo. Al asomarnos, vimos que la puerta estaba repleta de escopetas y rifles hechizos. Cuando le preguntamos al respecto empezó a delirar con un montón de teorías sobre los símbolos del cine, las armas secretas de los Estados Unidos y los mensajes subliminales de la música que lo habían obsesionado tanto que había terminado en un psiquiátrico luego de una crisis por oír satán repetidas veces en la canción 'Hey Jude', de los Beatles. Todo eso empezó a contarlo así, sin orden y a toda mecha, mientras sacaba libros y dibujos y enlazaba una historia con la otra sin pausas.

Entonces nos relató su plan para combatir las invasiones que llegarían al país con su colectivo los Guerrilleros de Cristo: un grupo cuyo símbolo era un Che Guevara que en vez de cargar un fusil cargaba una cruz. Pasamos horas oyéndolo hablar entre alucinaciones sobre los temas que saltaban de uno a otro sin orden.. nerviosos y a la vez fascinados por el personaje que parecía sacado de cualquiera de nuestros libros. Salimos de su casa preguntándonos si de verdad habíamos vivido lo que acababa de pasar o si quizás lo habíamos soñado en algunas páginas.

Ese día, en el que unos amenazantes machetes oxidados nos dejaron descalzos en medio del monte y que terminó en una psicosis narrativa, ha sido uno de los días más extraños que he vivido... una experiencia que era alimento para nuestra fantasía de literatos. Meses después vi a un grupo de estudiantes hablar en voz alta en la cafetería: anunciaban la llegada de invasores e invitaban a unirse a los guerrilleros de Cristo. Al fondo vi la silueta del profesor.

También estaba el estudiante eterno, un hombre que se vestía de corbata impecablemente todos los días y llegaba puntualmente a pasearse por los corredores de sociología y humanidades. No podía coordinar tres palabras. Decían que alguna vez había estudiado sociología pero que se perdió en las drogas, así que seguía ahí, incapaz de profundizar en nada pero eternizado en los corredores como un alma en pena.

La Universidad pública es un universo en el que confluyen muchos mundos, es un universo que reúne la cordura y la locura del país, la rabia y la reflexión, también la esperanza. Siempre valoré esa diversidad que estaba llena de lecciones dentro y fuera de clase.

'Un tal Alonso Quijano', es justo eso... una historia narrada entre los diálogos del Quijote bajo un trasfondo de música punk y boñiga de vaca, que reflexiona sobre las tristezas íntimas y colectivas que nos ha dejado la  violencia en Colombia. Ese montón de escenarios yuxtapuestos, con elementos que parecen ir en contradicción, son como lo es la Nacional: un lugar rico y complejo. 

Ese espacio permanece cerrado hace ya varios meses y hoy solo puede verse como una imagen desde el computador. Tal parece que la virtualidad seguirá el semestre que viene, en todo el país, o en la parte del país donde la virtualidad existe... la vida del campus, tan diversa, tan rica, seguirá suspendida. 

¿Qué será del estudiante eterno? ¿Cómo lucharán hoy contra las invasiones los Guerrilleros de Cristo? ¿Tendrán algún video juego, quizás? ¿Cómo hará ahora el Quijote para insertarse por las pantallas e invitar a la lectura en el papel? Sin cervezas, sin vino, sin café, sin tertulias en las esquinas, sin humedad en las páginas amarillas, sin teorías compartidas en los jardines... ¿Cómo será en esta virtualidad extraña el mundo de ese tal, como éramos tantos entonces, Alonso Quijano? me pregunto. 

Texto: María Clara Valencia

Foto: 'Un tal Alonso Quijano'. Universidad Nacional de Colombia.  


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