El camino del dolor al cariño
Apreciar a vulnerabilidad, quitarse la capa de súper héroe y aprender a disfrutar los mimos, aprender a pedirlos, a darlos... aprender a querer.
Aprender a conocer el cuerpo a través del dolor. Esa ha sido una de las principales lecciones que me ha dejado el confinamiento. En casa tengo tiempo de explorarlo, de estirar para que relaje un poco, de hacer movimientos y tumbarme en la alfombra para que se liberen mis piernas.
El dolor que es como un duelo en distintas fases: el desconcierto, la negación, la tristeza, la rabia, la aceptación... después llega el cariño.
Primero viene el desconcierto ante esa cosa desconocida que se instala en la espalda y en las piernas, que lo tumba a uno al suelo y le limita los pasos. Le sigue el diagnóstico: una hernia y una columna deteriorada que, según dicen, ya nunca más recuperará su humedad ni las distancias entre las vértebras. Entonces viene la negación: no puede ser que han pasado tantos años, que se limiten mis pasos, que mi cuerpo haya empezado a quejarse de las malas posturas, que no haya vuelta atrás...
La tristeza se instala junto a los dolores: ¿qué le espera a mi huesos, a mis músculos y a mi vida? Junto con la tristeza viene el miedo, la angustia convertida en lágrimas, en preguntas, en salas de espera de hospital y doctores tan acostumbrados a las penas que han perdido la empatía.
Eso le da paso a la rabia... el desespero por los diagnósticos que se contradicen, las recomendaciones que van en todos los sentidos, el montón de pastillas que prometen cambiar el dolor de espalda por el de estómago.
Unos recomiendan un estiramiento, otros lo prohíben. Por un lado ordenan caminatas, por el otro insisten en limitarlas. En un esquina hablan de la importancia del baile, en la otra llaman al reposo; unos recomiendan la natación como la maravilla, otros dicen que debo modificar estilos, que hay que poner atención a las brazadas, que piernas y cintura deben repensarse para no afectar la columna... otros más consideran que mejor debo dar pasos de viejo bajo el agua (se me escurren varias lágrimas).... ¿Por qué no fueron todos a la misma escuela? Me haría bien que se pusieran de acuerdo, que las indicaciones se parecieran. Como no lo hacen, empiezo a responder las contradicciones con gruñidos, un nuevo consejo con nudos en el cuello, las preguntas al respecto con el ceño fruncido... ¿qué tal si cambiamos de tema?
Acumulo citas médicas que abren un espacio en meses, consejos que no llevan a ninguna parte, recomendaciones que a veces incrementan el dolor. Así que termino aceptando... una nueva realidad instalada en mi cuerpo, un dolor que se hace permanente, un cambio de posturas constante, un varieté de almohadas para los distintos niveles del sueño.
Así, de la aceptación llega el cariño. El cariño, si, por un cuerpo que me ha sostenido por años; el cariño expresado en aceites que paso como caricias cada mañana; el cariño por los pies que ahora se regocijan en la comodidad de los tenis, en el acolchonamiento de las pantuflas. El cariño por una espalda con la que ahora converso, que encomiendo en mi último y en el primer pensamiento del día. El cariño por un cuerpo de cuya existencia ahora soy consciente; el cariño por su necesidad de mimos, tantos como los necesito yo, y por mi disposición a dárselos, como se los doy a la gente que quiero. El cariño por unas piernas que siguen andando y que se siguen viendo lindas ante el espejo, con los mismos redondeces de siempre, bajo las mismas nalgas grandes y en curva de siempre. El cariño por unos brazos que son el camino hacia las manos por las que la vida se cuenta.
Por el dolor he vuelto a mirarme al espejo, a descubrir mis contornos, la calidez de mi piel. He vuelto a tocarla con atención y a descubrirla como el que ve una desnudez por primera vez entre el asombro y los nervios. Por el dolor he vuelto a mirar mis manos y a aceptar sus dobleces, sus personalidades rebeldes, las particularidades de izquierda y derecha, las formas de sus caricias.
He terminado cogiéndole cariño al cuerpo gracias al dolor que me ha hecho fijarme en partes que nunca había notado, que quizás, ni sabía que existían antes de que hablaran. El dolor me ha invitado a descubrir sus nombres, a explorar sus vericuetos y sus conexiones.
Abro el computador y descubro que existe una relación entre las presiones atmosféricas y los receptores del cuerpo. Así entiendo por qué en los días de frío y lluvia, mi nuevo acompañante habla más duro... Entonces recuerdo que hace años mientras me instalaba las agujas de la acupuntura, un médico chino me dijo que mi dolencia principal es el frío. En la medicina china las enfermedades se dividen en aire, agua, frío, fuego y tierra, o algo así, según recuerdo.
Leo sobre la medicina del dolor y me parece que puedo ser 'metereosensible'... un súper poder que me dejaría mejor parada que los meteorólogos corrientes... Los 'meteorosensibles', leo, son aquellos a quienes un dolor en una articulación o una molestia en una cicatriz les advierte que el tiempo va a cambiar. Cómo no sentir cariño por semejante talento.
El dolor me ha invitado al consentimiento, al autocuidado, a la escucha. Me ha conectado con una vulnerabilidad silenciada por años. El dolor ha roto el silencio y ha abierto un hilo de comunicación con mi cuerpo. El dolor me ha convertido en conversación, en caricia, en estiramiento, en ejercicio, en cuidado, en canto, en ruego. También en gratitud.
De la aceptación al cariño por un cuerpo que, entre el dolor, me sostiene.
Texto y foto: María Clara Valencia