Observar con lente agradecido
Detenerse a mirar con atención es transformar el día a día en presente.
En este día santo he recordado los meses que viví en el paraíso. Cada uno tendrá el suyo. El mío queda en Brasil, en un lugar apartado a unas tres horas en bus y otra en lancha de Rio de Janeiro. Se llama Ilha Grande. Rodeada de mar atlántico, es una isla, declarada reserva natural, que se extiende a lo largo de 193 kms2 de pura belleza.
Mientras viví ahí hice de todo: vendí paseos de barco, fui lavaplatos, recepcionista de posada, gerente de posada, periodista, mesera y finalmente, guía de barcos. Ha sido una de las épocas más felices mi vida.
Llegar ahí fue una revelación que se sintió en las entrañas cuando vi en medio del agua esas montañas tan verdes y una manada de monos aulladores saltando de rama en rama. Supe que ese lugar me estaba llamando, que me había estado esperando. Era un viaje de vacaciones, pero mandé todo al carajo y me instalé en la isla.
Pronto adquirí una rutina: levantarme temprano, recoger las llaves del local y abrir la tienda de paseos de barco... Lagoa Azul, Lagoa Verde, Lopes Mendes, repetía a los transeúntes, vendiendo los paseos, igual a como lo hacen los comerciantes de calle que ofrecen Playa Blanca e Islas del Rosario en Cartagena. Yo estaba intentando acostumbrarme a un contexto que me era completamente extraño en un idioma que por entonces hablaba muy a media lengua, así que en el proceso del día a día dejé de mirar la isla.
Hasta un día en que un amigo me pidió que le tomara unas fotos para enviárselas a una de las tantas novias extranjeras que tenía. Nos fuimos a Praia Preta cámara en mano. Cuando estábamos llegando, paré y miré hacia el frente. Me sobrecogí de la emoción, me tembló todo el cuerpo y me llené de lágrimas... No podía creer que yo viviera ahí, en el sitio más lindo que había visto en la vida, rodeada de ese verde tan intenso, de aves y de otros animales silvestres que vivían tan tranquilos que se dejaban acercar a centímetros. Frente a mí, un mar azul enorme por el que nadaban las tortugas con las que yo me bañaba todos los días. En ese momento me di cuenta de que por seguir en la rutina diaria había dejado de ser consciente de dónde estaba, del milagro que era estar ahí y de los motivos mágicos que me habían llevado a esa isla. A mi amigo le tomé muchas fotos mientras por dentro no dejaba de dar las gracias conmovida.
Ese año lo despedí en la isla. Al comer las doce uvas no pedí nada... Todo lo que yo quería era estar ahí. Di las gracias de rodillas.
Estos días de quietud y confinamiento he vuelto a tomar la cámara para mirar desde la ventana. A mi jardín llegan muchas aves y de vez en cuando algunos gatos que aparecen caminando despacio y llenan el escenario de tensión. Ellos se resguardan en una esquina y observan atentos. También estoy aprendiendo a observar para no dejármela ganar de la rutina, para ser consciente de la belleza que me rodea y como un milagro más, dar gracias por ello.
Texto y foto: María Clara Valencia