Reconocer que existimos
Mirar al otro, dejarle saber saber que lo vemos, para que su vida y la nuestra brillen, para no olvidar la humanidad que nos une.

Ayer vinieron los mariachis. Eran siete hombres con instrumentos, micrófonos y tapabocas que caminaron de casa en casa recogiendo dinero para poder sobrevivir. Los músicos no hacen parte de los oficios permitidos para estar afuera, pero en este contexto de hambre a nadie le importa. En el chat del barrio las señoras empezaron a comentar su paso por las cuadras y muchos salieron a la puerta a oír la serenata y a aportar alguna cosa.
También vino en estos días el jardinero. Ya había hecho antes un primer intento por cortar el pasto pero alguien lo detuvo. Tuvo que irse, pero esta semana volvió. Nadie se atrevió a decirle que su oficio tampoco está entre los permitidos. Sin dinero no hay virus que importe. El pasto de los espacios comunes ya está bajito y el jardinero tendrá qué comer, por lo menos esta semana.
La presencia de los mariachis y del jardinero que aparecieron pidiendo que los miráramos, porque ellos también existen, que les prestáramos atención a sus sonidos y a sus necesidades me dejó pensando en lo que significa mirar al otro, reconocer que existe.
Yo fui una niña invisible buena parte de mi infancia y de mi adolescencia. Estudié en un colegio en el que la exclusión hacía parte de la educación de unas niñas de clase alta. Recuerdo que cuando hicimos la alfabetización nos advertían que no éramos iguales a los niños que ayudábamos y que debíamos tener cuidado de no acercaros demasiado a ellos. La cercanía de la alfabetización no era para hacer amigos.
En ese mismo colegio pasé varios años sin que nadie me dirigiera la palabra, viendo cómo las niñas corrían ante mi presencia y se limpiaban si yo las tocaba. Una vez alguien me prestó un cepillo. Cuando lo devolví, la niña pasó cerca una hora en el baño lavándolo.
Esa vida del colegio ha marcado el resto de mi vida y la forma como me relaciono con el mundo, como me aproximo a los demás. A veces, todavía, tengo pesadillas que me regresan a ese lugar. Menos mal todo acaba a la mañana siguiente. Sufrí mucho por esa invisibilidad que me hizo preguntarme muchas veces por mi valor personal y de ahí que no entendía y me llenara de incomodidad cuando uno de mis primeros levantes me decía bella. Nunca dejé que me tocara porque entre tanto rechazo le tenía miedo a los contactos. Lástima, tan churro que era, sus amigos le decían Clark Kent.
Pasé días enteros en silencio, escribiendo en un cuaderno y haciendo marcas en el pupitre que eran los únicos que se comunicaban conmigo. Cuando dicen que toca escoger equipo para hacer trabajos en grupo, todavía me siento vulnerable y expuesta ante esa tarea simple de encontrar compañeros.
Mi propia experiencia de invisibilidad
ha dejado guardada en mi memoria dos escenas: una vez llevaron al colegio a un
hombre a contar su historia dentro de una campaña de prevención de drogas. Él
había estudiado en un colegio cercano al nuestro, había tenido muchas
oportunidades, pero se había perdido en los narcóticos hasta terminar en el Cartucho,
el barrio emblemático del bajo mundo en Bogotá por
ese entonces. Duró años consumiendo y pasando por procesos fracasados de
desintoxicación. El camino de conseguir drogas lo llevó al atraco y así terminó
en la cárcel, varias veces. Fue a parar a uno de los pabellones psiquiátricos, a
donde, según él, llegaban los que ya no tenían esperanza. Entonces entró una
trabajadora social. Ella miró un instante hacia su celda y sonrió. Él sonrió de
vuelta, la primera vez que sonreía en años porque también era la primera vez en
años que alguien lo miraba y reconocía que él estaba ahí.
Nunca más vio a esa mujer, pero el hecho de que alguien lo mirara y le sonriera, que volviera a reconocer su humanidad aunque él estuviera en el fondo, le generó tal impacto que a partir de entonces empezó a recomponerse y a hacer un esfuerzo por dejar las drogas. Fue una mirada, una sonrisa, nada más, el punto de quiebre.
Después he oído muchas historias sobre lo importante que es para la gente de la calle que los miren. De aquellos que en las noches les reparten aguapanela, ellos más que el líquido o el alimento recuerdan y agradecen la atención, el afecto, la posibilidad de volver a ser reconocidos como humanos.
Por eso yo, por principio, miro siempre a la gente de la calle, intento que sepan que los reconozco, que los veo, que sepan que yo sé que están ahí. Jamás, aunque se vean de verdad feos y temibles, cambio de acera ante un habitante de calle.
Seguí siendo invisible en el colegio casi hasta graduarme, pero tengo en la cabeza un recuerdo. Fui al colegio hermano, el de los hombres, a un concierto. Tocaba el grupo EX3, un clásico del rock en español colombiano. Estaban tocando las primeras notas de la canción 'Mi Verdad' y entonces Rubén Morales, el cantante del grupo, miró en mi dirección. Nos quedamos un instante mirándonos a los ojos y entonces sonrió.
Yo nunca más volví a ver esa banda, pero esa canción, por ese instante, ha marcado mi vida porque representa un momento de luz. Por primera vez en años yo dejé de ser invisible. Ojalá Rubén supiera lo mucho que significó para mí.
Reconocer al otro, mirarlo, dejarle saber que existe... suenan los mariachis, se prenden los motores del jardinero. Los miro, abro la ventana.
texto: María Clara Valencia
Foto: Lina Sánchez.