Reencontrarse entre la selva

19.05.2020

Buscarse uno mismo a partir de acercarse a los placeres, a partir de conversar con una naturaleza que habla y que está conectada.

Subir al dosel... mirar cómo se abren los caminos.
Subir al dosel... mirar cómo se abren los caminos.

Permanecer a puerta cerrada es una oportunidad para mirar hacia adentro. Para observar en el espejo y conocerse entre conversaciones con uno mismo. La velocidad de la vida corriente, el trabajo, los trancones... quitan tiempo para esas charlas. Hoy miro hacia la ventana, hacia la pared o hacia el espejo. Me saludo en la mañana, me doy los buenos días, me deseo una buena jornada, converso con mi espalda y mando deseos al aire para que las articulaciones fluyan entre aceites. El confinamiento también es el tiempo de comentarnos las sensaciones internas, de dialogar de boca dentro con nuestras percepciones, con nuestras alegrías, nuestras angustias y nuestras tristezas.

Reencontrarse con uno mismo... eso fue lo que hice la primera vez que visité el Amazonas. Llevaba meses de una tristeza profunda por una terminación amorosa (que supera cualquier cuento de ficción) con un hombre que amé mucho. Son pocos los amores que le voltean a uno el piso y le remueven todos los cimientos. Bueno, este era uno de esos, pero el final fue tan doloroso que me tumbó por debajo del suelo y me convirtió en sombra. No fui por ese entonces bosque de niebla, de lluvias paseadoras y horizontales, no. Lo mío era un dolor que caía a torrentazos.

Por esos días me definía a mí misma como una mujer que llora: lloraba al despertarme, lloraba en la ducha, lloraba de camino al trabajo, lloraba frente al computador, de regreso a la casa y en las noches el llanto se convertía en alaridos. No era una tusa corriente. Era yo misma enfrentada a la realidad de que había vivido con un completo extraño de cuyo nombre ni siquiera tenía certeza. No era que se hubiera ido, sino el engaño, la cantidad de mentiras que no conectaban, el desconcierto ante una persona que resultó sin pasado, sin historia; era la frustración familiar ante alguien que habían adoptado como hijo, la cantidad de hipótesis sobre quién podría ser en realidad, las puertas que se habían abierto de par en par y que habían quedado resquebrajadas.

Necesitaba irme algún lugar para poder volver a respirar, porque el dolor aunque era del alma se sentía en el pecho entre retorcijones. Eso de que el amor duele es literal. Qué curiosidad... para recuperar la respiración decidí irme al pulmón del mundo.

Pedí unas vacaciones de emergencia y emprendí camino. Caminé unos días por el bosque, encontré bichos y aves y entre los matorrales se me entraron algunas hormigas por el cuerpo. Pasé al lado de las tarántulas, escuché el deslizarse de las serpientes el revoloteo de las mariposas y los monos, y sentí el mordisco de un pez hambriento en las nalgas. 

Me paré frente al río que por entonces sentí como una más de las puertas que estaban cerradas. Atravesarlo a nado era imposible. El río con su fuerza era como una pared que me llenó de ansiedad y revolvió como remolinos las tristezas que traía, las angustias, los absurdos que estaba intentando dejar atrás. No podía cruzarlo.

Así que decidí alzar la mirada y subí al dosel del bosque entre las cuerdas. Ahí pasé una noche, sobre una plataforma y dentro de una malla carpa que permitía ver las estrellas. Al amanecer, el mundo empezó a verse amplio, enorme, posible.

Una vecina de infancia que no veía hacía años me acogió en su casa, una belleza de maderas mixtas y de pocas divisiones por la que entraba el viento entre el zumbido de las cortinas blancas. Sus hijas aprendían habilidades para la selva colgando de cuerdas que se sostenían desde el techo. Vivían entre acrobacias.

A mí me costaba salir a explorar el monte porque apenas estaba recuperando las piernas, así que pasé varios días adentro, jugando con las niñas e intentando encontrar respuestas para poder avanzar.

En el Amazonas empecé a buscar algún camino que me devolviera a lo que yo amaba, a lo que alguna vez me había hecho feliz.

Además de esa noche en el dosel que me permitió ver el mundo abierto y posible, hubo otros dos momentos que marcaron ese viaje. Uno fue en la escuela que había ayudado a crear la vecina junto con otros amigos para que sus hijos tuvieran buena educación pese estar en la selva. Se llama Selva Alegre, nunca lo olvido. Ahí fui a contar cuentos para niños en un salón en el que los pequeños estuvieron atentos y llenos de preguntas. Llevaba meses sin contar historias, sin energía para narrarlas o imaginarlas.

Sin embargo, ahí avancé en ese camino de reencontrarme porque los cuentos me conectan con el goce más profundo. En esa escuela uno de los personajes emblemáticos de mis historias infantiles, el cangrejo Kibiribú, empezó a tener múltiples facetas. De cangrejo pasó a pirarucú y del mar viajó al río. Desde entonces kibiribú es cualquier cosa, dependiendo el contexto. Pilar, la vecina, que quizás lea esto, debe saber lo importante que fue para mí ese momento y las tantas veces que en medio de dificultades he soñado con volver al colegio.

Hubo un segundo momento, cargado de la magia que acompaña siempre a las revelaciones. Fui a Tabatinga, una ciudad de calles sucias y encantos escasos. Me acerqué a un mercado donde una mujer vendía acarajé, un plato típico de Bahia, en el nordeste de Brasil. Yo había estado ahí hacía ya unos años, un viaje hermoso que después ayudaría a guiar mi vida. Me quedé conversando con la mujer. Tenía un ojo claro y el otro oscuro y una fuerza  de huracán en la mirada. 

Ella terminó contándome que leía el futuro y que podía ver el pasado. Yo no pude resistirme a su encanto y a la intensidad de sus ojos multicolor, así que salimos rumbo a su casa entre callejones angostos... después de tres vueltas a derecha e izquierda estaba completamente perdida y convencida de que perdería la vida en ese camino a manos de una desconocida y sus cómplices.

Pero llegamos a su casa, construida mitad en concreto y mitad en madera. Al fondo había un altar en el que se mezclaba la virgen con imágenes diversas. Ella prendió las velas y echó las cartas. "Hay un hombre, me dijo, aparece una rata en el medio. Él está lejos. La va a pensar y la va a querer muchos años, pero sepa que no va a volver".

Se me escurrieron las lágrimas y entonces ella acercó la mano al altar, pero se contrajo de un salto y también se atacó en llanto. "Acabo de pasar la mano y la virgen me la agarró, me dijo. Hay una mujer que está con mi marido y que quiere hacerme daño con la magia. La virgen acaba de anunciarme que me va a proteger". Lloramos las dos un rato, en esa solidaridad de las mujeres que comparten las penas y luego volví a Colombia. Así se empezó a trazar un viaje de regreso a Brasil que marcaría mi vida para siempre. Pero esa historia, que sucedió un año después, es motivo para otro capítulo, quizás para 10.

He regresado a la Amazonia, comprometida con un proyecto que busca darle voz a la selva y a su gente. Ahí, en ese lugar donde yo volví a comunicar desde mi ser más íntimo y desde el goce. "La naturaleza se comunica y está conectada", me dijeron en el último viaje. Es cierto.

Texto: María Clara Valencia

Foto: No lo recuerdo. 

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